Publicada en El Socialista n° 11, Madrid, 21 de mayo de 1886, p. 3.
París, 16 de mayo de 1886.
Después de Decazeville, la Mulatiere.
Después del asedio por hambre de la única fortaleza de que disponen los esclavos de la mina—la huelga—asedio que dura ya tres meses, las descargas cerradas de los burgueses armados contra sus obreros pacíficos e indefensos, una hecatombe más de trabajadores, en que la sangre de mujeres y niños ha corrido en abundancia, y esta vez, no a manos de agentes de la fuerza pública, sino derramada por los patronos mismos que, no contentos con esquilmar al rebaño humano que le gana sus millones, lo fusilan al menor asomo de resistencia.
En Decazeville las bayonetas republicanas forman un poderoso baluarte a las empresas homicidas de la Compañía minera, que puede aguardar así con la mayor tranquilidad del mundo a que sus antiguos explotados, vencidos por la miseria, vuelvan a someterse al yugo ominoso del capital. En la Mulatiere, los jueces y esbirros de la República acuden a prestar ayuda y protección, ¿a quién? ¿a los fusilados o a sus familias? No, señor; a los fusiladores.
Decididamente esto marcha. Con pocos, muy pocos años que la burguesía republicana continúe esta política de clase—y fatalmente la continuará—su evolución histórica habrá terminado, y dejará, al fin, el campo libro a la justicia proletaria.
* * *
Lo sucedido en la Mulatiere es un hecho, que por ser nuevo en este país, no es menos característico; es un pendant de los armamentos patronales de Bélgica en la última insurrección, y de la actitud de la burguesía de los Estados Unidos, que no fía solamente a la ley la defensa de sus intereses, sino a la fuerza particular o privada.
El ejemplo servirá más adelante a quien convenga.
En la Mulatiere, los obreros de una fábrica de vidrio se declaran en huelga. El fabricante no quiere ceder a sus justas reclamaciones, y convierte el presidio industrial en plaza fuerte, donde recibe y aloja a todos los obreros que, haciendo traición a sus camaradas de taller, siguen trabajando.
Uno de los instigadores de la huelga, Litner, anarquista prusiano, que se alababa de ser desertor y de no conocer más patria que aquella en que vivía trabajando, hacía entre los obreros de la Mulatiere una propaganda anarquista muy activa. Decía a cada momento «que comería chinas antes que ceder», y «que estrangularía con sus propias manos a su pariente, el ciudadano B…, si lo veía en la fábrica antes de la terminación de la huelga».
Pero Litner y su pariente, a pesar de tan solemnes promesas, han vuelto a trabajar. Se comprende, en semejantes circunstancias, cuán grande debía ser la indignación de los huelguistas contra este individuo que había representado, en la cuestión de la huelga, el papel de agente provocador.
Así que, cuando los huelguistas supieron que estaban mudando los muebles de Litner para trasladarlos a la fábrica, decidieron ir a «avergonzar al que acababa de abandonar la causa de sus compañeros», y se trasladaron con este propósito a la puerta de la fábrica.
En el camino encontraron los muebles de Litner en un carro de la fábrica. El conductor, viendo llegar a los manifestantes, azotó el caballo; pero varios jóvenes y mujeres se arrojaron sobre el cargamento, y mientras unos sujetaron el caballo por la brida, otros se apoderaban de los muebles y los arrojaban al río.
El carrero, asustado, había bajado del pescante y se disponía a refugiarse en la fábrica, cuando M. Chapins, consejero municipal de la Mulatiere, que se hallaba presente, le dijo que no temiera nada, que él respondía de los huelguistas, y que éstos no pensaban en hacer daño a nadie.
Tranquilizado con estas palabras, el carrero volvió a subir al pescante y entró en la fábrica. Los huelguistas siguieron el carro, pero apenas habían llegado ante la puerta de la fábrica, fueron recibidos con una descarga de fusilería. El Télegraphe y el Soir, los dos periódicos burgueses, confiesan «que muchos tiros fueron disparados de la fábrica antes que una sola piedra fuese lanzada por los huelguistas».
En efecto, estos últimos respondieron con piedras a los tiros. El fabricante, Sr. Allonard, y sus criados y dependientes, se dirigieron a la casa donde aquél habita, que se halla defendida por una verja de hierro, y desde allí hicieron nuevas descargas sobre los obreros, con escopetas de caza y revolvers.
Durante diez minutos Allonard y sus agentes continuaron haciendo fuego.
De esta bárbara agresión han resultado más de treinta heridos, algunos de ellos de gravedad. M. Chapins, que dirigía a los manifestantes palabras tranquilizadoras, recibió en la pierna una descarga de postas. La matanza habría continuado si algunos huelguistas, con peligro de recibir las balas patronales, no hubiesen aconsejado a la multitud que se retirara.
El comisario de policía, acompañado de gendarmes, llegó una hora después de los sangrientos sucesos que acabo de referir. Entró en la fábrica, tuvo una conversación con el dueño sobre lo ocurrido, y se retiró poco después, sin llevar más adelante sus averiguaciones.
Pero si el comisario, como servidor fiel y respetuoso de los derechos que posee todo patrono de hacer fuego sobre sus obreros en huelga, se ha guardado muy bien de molestar en lo más mínimo al asesino Allonard, en cambio ha detenido a cuantos huelguistas hallaba a su paso y que habían servido de blanco a los tiros patronales.
Después de un breve interrogatario, un anciano y dos mujeres han sido puestos en libertad. En cuanto a las demás personas detenidas, han sido trasladadas a la cárcel en tres coches particulares, y encerradas bajo la acusación de golpes y heridas y de «atentado a la libertad del trabajo.» Esto es el colmo del cinismo. La mayor parte de los obreros encarcelados habían sido heridos por las descargas de la fábrica.
Jamás el derecho de vida y muerte del patrono sobre los obreros se había afirmado de una manera tan brutal.
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La huelga de Decazeville, que parecía cerca de terminar, habiendo aceptado los mineros el arbitraje de M. Laur, ingeniero del Gobierno y diputado oportunista, continúa a causa de la negativa—ya pública y oficial—de la Administración de la Compañía a aceptar el arbitraje del diputado del Loira, no obstante las multiplicadas pruebas que este personaje tiene dadas de favorecer los intereses de la Sociedad minera.
Indudablemente la Compañía se propone, o provocar un conflicto—lo que no me parece creíble, pues sería jugar con fuego—o forzar a sus esclavos a someterse enteramente a su omnímoda voluntad.
¿Qué hará el Gobierno, cuyo representante acaba de recibir este bofetón? Lo de siempre, seguir protegiendo a los culpables.
La irritación es extraordinaria entre los huelguistas.