Artículo publicado en El Socialista n° 5, Madrid, 9 de abril de 1886, p. 2.
LA VERDAD SOBRE LO DE BÉLGICA
Empieza a verse claro en los «trágicos acontecimientos de Bélgica», como los ha calificado nuestro amigo Bebel en el Reichstag alemán.
«No se trata de una revolución, decía el diputado socialista contestando a las suposiciones insidiosas del ministro Putkamer, sino de un levantamiento provocado por la miseria, y tal vez por el Gobierno mismo, que buscaba quizás en un baño de sangre obrera el vigor de que carece.»
A pesar de las violentas interrupciones del ministro alemán y del llamamiento al orden del presidente, el obrero comunista Bebel tiene mil veces razón. Todo el mundo sabe hoy, excepto la prensa burguesa—que, con su proverbial mala fe, cierra los ojos a la luz—que las cuadrillas de mendigos y bandoleros que los despachos oficiales belgas nos presentaban obedeciendo a una consigna misteriosa, acaudilladas por jefes extranjeros y saqueando e incendiando «multitud de fábricas y chateaux», eran simplemente grupos de trabajadores que, obligados por una baja de salario mortífera a declararse en huelga, recorrían los campos pidiendo o reclamando recursos con que prolongar la resistencia. Aquellos millares de bandidos que nos anunciaban los telegramas ¡caso raro! han desaparecido como por magia, y todos, absolutamente todos los heridos y muertos en la refriega y los que comparecen hoy ante los tribunales son obreros de las minas o de las fábricas. La «multitud de fábricas y chateaux incendiados han quedado reducidos a dos, por confesión del corresponsal del Temps, periódico burgués por excelencia: la vidriería y el palacio de Baudoux y la fábrica de hielo de Roux. El dueño de la primera es un burgués que se ha hecho millonario con la introducción de unas máquinas americanas, merced a las cuales millares de obreros que vivían antes en una situación relativamente holgada están sumidos hoy en la más espantosa miseria. Los incendios de Roux fueron provocados por la gendarmería y por los burgueses, que, armados de orden del Gobierno, hacían fuego al paso de los huelguistas. Irritados éstos volviéronse contra tan cobarde agresión y pagaron harto cara su resistencia. Diecinueve muertos y un sinnúmero de heridos confiesan los despachos en la hecatombe de Roux, lo cual ha producido, añade un periódico burgués, «una impresión saludable».
Digan lo que quieran Bismarck y sus ministros—que han beneficiado del movimiento belga para obtener del Reichstag la votación de la ley contra los socialistas—el levantamiento de los trabajadores de Lieja y de Charleroi ha sido un movimiento espontáneo, sin preparación, sin organización, sin bandera, provocado por las exigencias intolerables de las Compañías mineras y de los dueños de fábricas, que, so pretexto de que sus provechos disminuyen, quieren cercenar el salario del obrero, insuficiente ya para la satisfacción de sus necesidades más perentorias.
Si hubiera sido de otro modo; si, como lo proclaman Bismarck y sus colaboradores los órganos de la burguesía europea, el socialismo, es decir, la parte organizada del proletariado, hubiese tenido alguna participación en aquel movimiento, Charleroi no estaría hoy en poder de ese asesino de obreros que llaman Van der Smissen. Como lo hace notar uno de nuestros amigos y correligionarios, aquella ciudad habría sido tomada desde el principio, durante las veinticuatro horas en que, descubierta, estuvo a la merced de los sublevados.
Si el socialismo, o, lo que es igual, la parte consciente del proletariado, hubiera presidido a la sublevación, no se hubiese parado a incendiar algunas fábricas ni a reclamar de los particulares unos cuantos cuartos para sostener la huelga—en lo cual, dicho sea de paso, obraban con más derecho que Bismarck y sus soldados sacando contribuciones de guerra a los franceses sin armas—sino que hubiesen marchado a la conquista de los Ayuntamientos, donde reside el poder político local, para extenderse después de la circunferencia al centro y poner sitio al Estado burgués.
No ha habido, pues, nada previsto, nada preparado en ese torrente obrero que sale de su lecho industrial impulsado por el hambre y que se extiende sin saber adónde va, más amenazado que amenazador. Es el ser humano que quiere vivir, que se defiende como puede contra la naja de salarios, contra la máquina invasora, que permite reemplazar el obrero con el aprendiz o el jornalero, y quita el pan de la boca a miles de familias.
Pero ¿quiere decir esto que vituperemos la actitud y la conducta de nuestros hermanos los trabajadores belgas? Todo lo contrario; aun cuando no aconsejaremos nunca la lucha armada sin armas, la revolución sin preparación y sin recursos, cada vez que un grupo cualquiera de obreros, en ese combate perenne y desigual contra el capitalismo insaciable, se arroje, llevado de la desesperación, a vías de hecho, no sólo lo defenderemos contra la jauría burguesa, sino que haremos nuestra su causa y justificaremos altamente sus actos, por escandalosos que parezcan.
Los partidos belgas se han unido en esta coyuntura contra el enemigo común, que es el proletariado. Liberales y católicos han estado unánimes en aconsejar al Gobierno que la represión fuese sangrienta e implacable; «comprendiendo—dice un órgano autorizado de aquella burguesía—que sus divisiones y desacuerdos son muy poca cosa puesta en la balanza con la comunidad de sus intereses».
Unámonos nosotros también, y opongamos a la liga de los burgueses la liga de los proletarios, que no será pasajera y efímera como la de los del capital, que viven de la guerra y del robo, sino que se estrechará de día en día, hasta llegar al punto que, cuando se toque a un miembro, responda todo el cuerpo del proletariado.