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ARCHIVO OBRERO

Carta de París a Madrid (26/5/1886)

Publicada en El Socialista n° 13, Madrid, 4 de junio de 1886, pp. 1-2.

París, 23 de mayo de 1886.

El proletariado parisiense, en todo lo que tiene de consciente, de enérgico y de digno, se prepara en el momento en que escribo estas líneas a conmemorar solemnemente el aniversario de las lúgubres jornadas de mayo de 1871. Todos los militantes del Proletariado, sea cualquiera la agrupación socialista a que pertenezcan, están citados hoy en el cementerio del Padre Lichaise, adonde irán en procesión a depositar coronas de siemprevivas—memoria eterna—no sobre la tumba—que la cobardía burguesa llevó su ferocidad hasta negar la sepultura a sus víctimas—sino al pie del muro donde millares de héroes recibieron la muerte por la emancipación social de la clase trabajadora.

Esta manifestación contra la bárbara y sangrienta represión burguesa de mayo será más imponente y significativa que los años anteriores. A medida que los sucesos económicos y políticos aceleran su marcha triunfante hacia la Revolución obrera, la situación reviste los mismos caracteres de acritud, de animosidad, de encarnizamiento entre las dos clases, que tenía en 1871. Al cabo de quince años de tregua, de amnistías, de conciliaciones simuladas, los adversarios se encuentran de nuevo frente a frente en Decazeville, en la Mulatiere, en el Parlamento mismo: burgueses y proletarios, versalleses y comunistas, más irreconciliables que nunca y preparándose en cada campo para la batalla decisiva.

Por fortuna, el tiempo no pasa en balde, y los hijos de los fusilados de mayo cuentan con la experiencia a costa de tanta sangre adquirida, con una organización en vías de desarrollo y con una bandera ya gloriosa: saben lo que quieren y adónde van.

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Apostaría, sin embargo, a que esta burguesía implacable y ciega no tiene conciencia de la gravedad de la situación. Cuando de todos lados el horizonte se cubre de puntos negros, como diría cierto político de nuestro país, ¿se creerá que le preocupa la amenazadora cuestión de Oriente, ni la guerra entre el capital y el trabajo, cuyos primeros combates en el Aveyrón y en el Ródano duran todavía, ni el reciente escandaloso empréstito, preludio de una crisis financiera, ni siquiera las amenazas de conspiración orleanista? Nada de eso; su única ocupación a la hora presente es organizar las diversiones públicas a que han dado el pomposo nombre de «Fiestas del Comercio y de la Industria», sin duda porque favorecen al comercio de bebidas, y porque ciertos «industriales» encargados de organizarlas son los que sacan el bolsillo de buen año. A esto puede llamarse especular con la sed y con la credulidad públicas.

Afortunadamente, los obreros parisienses, que tienen buena vista y buen olfato, no han tragado el anzuelo, y la blusa ha brillado por su ausencia en los jardines de las Tullerías y del Palacio Real, donde la convidaban—por la módica cantidad de un franco—a disfrutar de los mismos espectáculos a que asiste gratuitamente todos los años en las ferias de los arrabales de París. Como es uso en las barracas de saltimbanquis y en el mundo burgués, los anuncios de la puerta eran una cosa y lo que se veía dentro otra muy distinta.

Pero lo más escandaloso de todo ha sido el carroussel, o ejercicios de caballería, que era lo más interesante del programa de la fiesta, y tuvo lugar el viernes pasado en el Campo de Marte. El pueblo de París es aficionadísimo a esta clase de espectáculos.

Los organizadores, siempre aristócratas, como buenos republicanos burgueses, habían establecido tribunas y anfiteatros, cuyos asientos se vendían a 5, 20 y 50 francos respectivamente, y a todo el rededor habían levantado una barrera, detrás de la cual el «populacho» se apiñaba, en pie y mediante un franco de entrada, con la esperanza de ver, bien o mal, los anunciados ejercicios. Pero una vez colocados los espectadores de las tribunas y anfiteatros, los de detrás de la barrera no veían absolutamente nada; lo que dio lugar a protestas sin número contra lo que todos estaban conformes en calificar de robo, y que naturalmente nadie atendía. Por último, exasperados por aquel abuso incalificable, los defraudados en sus esperanzas y en sus intereses se decidieron a tomarse justicia por sí propios, y reuniendo sus fuerzas dieron un empujón a la barrera de tabla, que cayó con estrépito. Los agentes de Orden Público, incapaces de atajar el torrente, tuvieron que dejar entrar la muchedumbre, y entonces se dio una vez más ese espectáculo odioso y repugnante del burgués que defiende sus privilegios pecuniarios contra el que es más pobre que él. De las tribunas y anfiteatros gritaban a los soldados de caballería: «¡Una carga! ¡a ellos! ¡echad fuera esos canallas!» Y la caballería cargó, en efecto; y hubo atropellados y contusos, y hasta se dice que no pocos heridos.

Así se practica la igualdad en el año de gracia de 1886, en plena república capitalista.

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El telégrafo les habrá anunciado la sentencia del tribunal de apelación, confirmando en un todo la sentencia del de primera instancia, por la cual los ciudadanos Roche y Duc-Quercy habían sido condenados a quince meses de prisión.

Como era de presumir, los jueces do Montpeller no han querido ser menos que sus colegas de Villefranche. ¿Quién podía esperar que las cosas pasarían de otro modo? La alta y poderosa Compañía del Aveyrón ordena, y los jueces de la república burguesa obedecen.

¡Cúmplase la voluntad del dios Rothschild y de León Say su profeta!

¿Quién será capaz, en el régimen capitalista en que vivimos, de resistir a un hombre que se ha suscrito, él solo, al último empréstito de 500.000.000 de francos por CUATROCIENTOS CUARENTA MILLONES?

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Según al final de mi carta anterior anunciaba, la Compañía minera de Decazeville se ha negado a aceptar el arbitraje del ingeniero del Gobierno, M. Laur, pronunciando, con la arrogancia de sus millones, por boca de su presidente León Say, la orgullosa frase «o todo o nada», que no deja lugar a dudas ni avenencias. La Compañía exige la sumisión absoluta, quiere ser dueña de despedir a los mineros que se le antoje y de rebajar los salarios más todavía de lo que están, si le place; quiere, en una palabra, conservar el derecho de matar de hambre a sus esclavos, el derecho señorial de vida o muerte.

Los mineros están resueltos a continuar la resistencia a costa de las mayores privaciones. Desgraciadamente, los recursos empiezan a disminuir. En vista de situación tan dolorosa, el Consejo general del Sena, que viene a ser, con otro nombre, el Consejo municipal de París, votó hace cuatro días un subsidio de 5.000 francos para las victimas del paro de Decazeville. Se asegura que el Gobierno está decidido a anular la votación del Consejo general.

Si el hecho se confirma, como es muy probable, será una prueba más de que no es Freycinet, ni Sarrien, ni los otros ministros los que gobiernan la Francia, sino sus altezas los capitalistas.

Basly ha regresado a París para hallarse presente a la apertura de las sesiones del Parlamento, que tendrá lugar pasado mañana. Piensa presentar una interpelación sobre el estado de la huelga de Decazeville y sobre la actitud provocativa de la Compañía minera.

Dado el descontento que esta actitud ha causado en las filas radicales, algunos fundan ciertas esperanzas en el resultado de esta interpelación. ¡Ilusiones! La mayoría parlamentaria obedecerá al Gobierno, y el Gobierno ya sabemos a quién obedece.

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