Artículo publicado en El Socialista n° 2, 19 de marzo de 1886, p. 2.
El decimoquinto aniversario de la proclamación de la Commune de París será celebrado por el Proletariado francés, por los trabajadores del mundo entero, no ya como un recuerdo en que el entusiasmo de la heroica lucha se mezclaba con la amargura de la derrota, sino como la más enérgica, la más valiente, la más gloriosa reivindicación del Proletariado moderno. La revolución del 18 de marzo echó los cimientos indestructibles del edificio de nuestra emancipación. Sus admirables defensores, sacrificados a millares en la hecatombe de mayo, no son tan sólo nuestros mártires, son nuestros precursores.
Quince años han transcurrido desde que el pueblo de París, provocado por el más insensato de los gobiernos burgueses, se alzó en masa al grito de ¡Viva la Commune! y en unas cuantas horas ahuyentó, como bandada de grajos, a todos los agentes del Gobierno provocador. Presente están en la memoria de todos las sangrientas peripecias de aquella lucha titánica entre la clase trabajadora parisiense, erigida por primera vez en poder político, y la burguesía, representada por Thiers y la Asamblea de Versalles; lucha que terminó, como era de prever, por el triunfo de los más fuertes, de los que estaban mejor organizados. Su historia ha sido relatada cien veces y sería ocioso repetirla aquí una vez más. Lo que sí conviene apuntar en este momento son algunas consideraciones acerca de aquel gran acontecimiento histórico, de su significación social y política y de sus inmensos resultados, que estamos tocando hoy de una manera tan palpable.
Lo propio de los partidos derrotados, de las batallas perdidas, es que se desfiguren los actos de los vencidos y se den a sus ideas y opiniones una significación contraria a la verdad. En todos tiempos, la historia de las víctimas ha sido escrita por sus verdugos, teñidas aún las manos de sangre. Así, no ha habido injuria que no se haya lanzado a la frente de los defensores de la Commune, muertos en su mayor parte, y los demás proscriptos o confinados en lejanos climas. Sus opiniones fueron en un principio alteradas en sentido contrario por unos, atribuyéndoles una transcendencia y una reflexión que no tenían, y por otros—los que se proponían explotar más adelante las consecuencias de aquel movimiento—atenuándolas hasta el punto de despojarlas de toda tendencia social, dejándole solamente su carácter político. Para los primeros, la revolución del 18 de marzo fue una revolución comunista, que tenía por objeto cambiar la manera de ser de la sociedad presente—por desgracia esta concepción revolucionaria sólo existía en la mente de un número muy reducido de individuos de la Commune;—para los segundos, el movimiento inaugurado en las alturas de Montmartre fue todo lo más un movimiento comunalista o federalista, como quiera llamársele.
Ambas interpretaciones del pensamiento, o mejor dicho, de las tendencias de la Commune de París, son igualmente erróneas.
El lado débil, vulnerable, de la Commune, lo que la condenaba fatalmente a perecer, fue precisamente la carencia de un pensamiento verdaderamente revolucionario, de un plan de transformación económico-social, y por lo tanto de unidad de acción. La Commune surgió, ante todo, de un movimiento casi espontáneo, provocado, según hemos dicho más arriba, sin preparación, sin organización previa, sin bandera ni programa, desde el punto de vista social. De aquí el que, para componerla, se echase mano de elementos más o menos heterogéneos, procedentes de las diferentes fracciones políticas que habían luchado juntas contra el gobierno imperial: muchos radicales burgueses, antiguos jacobinos, algunos prudhonianos, y pocos, muy pocos, socialistas de la escuela moderna, que habían pertenecido a la Internacional.
En cuanto a la significación autonomista o federalista que la mayor parte de los radicales de hoy atribuyen al movimiento, los manifiestos del Comité Central y de la Commune a los trabajadores de Francia están ahí para desmentirla. Esta interpretación absurda de un movimiento, que empezaba por afirmar sus aspiraciones humanitarias, solidarizándose, no sólo con los trabajadores franceses, sino con los de las demás naciones, procede, al mismo tiempo, de la mala fe de los radicales burgueses, que tienden a despojar la revolución de 1871 de todo carácter socialista, para seguir explotando la credulidad de sus electores obreros y de la ignorancia de ciertos hechos históricos.
Guiándose por el sentido aparente de las palabras, creen algunos que la antigua Commune de París, que tan importante papel representó en la revolución de 1793, debía ser un poder autónomo con aspiraciones federalistas, cuando precisamente fue todo lo contrario, es decir, el más firme sostén de la unidad y el enemigo más terrible de los girondinos, que eran los federalistas de entonces.
En resumen: la revolución del 18 de marzo de 1871 fue un acto del Proletariado parisiense, espontáneo, sin preparación y sin bandera; pero que traía en sus entrañas, de una manera latente, la herencia de los dos grandes movimientos sociales que la habían precedido: la conspiración de los «Iguales», o conspiración de Baboeuf, y la insurrección de junio de 1848. Sus dos consecuencias capitales han sido: separar pública y ostensiblemente en dos campos las dos clases que estaban ya divididas por la lucha económica—un mar de sangre separa siempre el Proletariado de la burguesía—y estrechar los lazos que unen a los proletarios de todos los países.
Y hoy que la obra fundamental de la Commune se halla reconstituida de una manera inquebrantable, así en Francia como en casi todos los países de Europa y América; hoy que la separación de clases, sin la cual toda nueva revolución sería un retroceso y una matanza inútil, es un hecho, podemos celebrar el aniversario de la Commune de París, no ya como una catástrofe, sino como un triunfo.