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ARCHIVO OBRERO

La prensa burguesa y el Partido Obrero (1886)

Artículo publicado en El Socialista n° 2, 19 de marzo de 1886, pp. 1-2.

En los momentos en que la burguesía española ofrece en el terreno político el más pintoresco y edificante de los espectáculos, mostrando a los ojos del observador atento cuánta es la alteza de pensamiento y cuán profundo el sentido gubernamental con que los distintos partidos en que se fracciona luchan y forcejean por la posesión del presupuesto; cuando las diversas cuadrillas políticas burguesas, con ocasión de la proximidad de unas elecciones generales, recíprocamente ponen al descubierto en despiadada disección toda la podredumbre que corroe las entrañas de unas y otras, desde las más retrógradas hasta las que presumen de más avanzadas; en el instante en que en el escenario político estamos presenciando las más ejemplares escenas de pública moralidad: —los carlistas íntegros en guerra continua con los mestizos; los conservadores ortodoxos en batalla enconada con sus hermanos los heterodoxos; los izquierdistas cantando epitalamios por su reciente unión con sus enemigos de ayer los romeristas; los republicanos divididos en castelaristas, zorrillistas, salmeronianos, carvajalistas, labristas, piistas, rispistas; en tantos matices, en fin, como hombres cuentan de los que a sí propios se adjudican el dictado de notables, cuyas ambiciones hacen infructuoso todo intento de concordia;—y presidiendo esta inmensa batahola de odios y de concupiscencias, un Gobierno compuesto de heterogéneos elementos, minada su existencia por sus propios amigos, por los que aún no han disfrutado las delicias del festín; en estos momentos, decimos, la entrada del Partido Socialista Obrero en la vida activa de la propaganda oral y escrita ha sido acogida con espanto por unos, con benevolencia fingida por otros, con sorpresa real por todos.

Por esto, creemos conveniente hacer constar el distinto criterio con que la Prensa burguesa se ha ocupado de las recientes reuniones de propaganda socialista y de la aparición de nuestro número prospecto, y muy ligeramente vamos a hacernos cargo de los juicios emitidos.

Como era de suponer, los diarios conservadores han explotado ambos hechos en su favor, dando la voz de alarma para advertir a la burguesía de los peligros que su existencia corre desde el momento en que, alejados del Poder, los reaccionarios se ven privados de los medios de reprimir con férrea mano todo intento, toda manifestación encaminada a poner de relieve el problema social y a plantear su solución. Imposible encontrar en las columnas de esos periódicos algo práctico, no ya que cure, sino que atenúe los estragos del mal profundo que aqueja la sociedad actual: para ellos no hay más doctrina que la del goce perpetuo y tranquilo de los privilegiados, ni más procedimiento que el del hierro y el fuego para los que, víctimas del desequilibrio social, consagran su entusiasmo y su fe a llevar el convencimiento al ánimo de los desheredados del deber en que están de poner fin a su dependencia, dando término con su poderoso esfuerzo a la explotación burguesa.

Así, pues, no es extraño que la agitación socialista sirva de tema a dichos periódicos para lanzar furiosos ataques contra los que osan tocar los consabidos sagrados fundamentos sociales, y que les sirva de pretexto para las profecías más siniestras y apocalípticas si en plazo muy breve la amenazada sociedad no pone en sus robustas manos la salvaguardia de sus intereses.

Pero dejando aparte todos estos temores, muy parecidos a los del gastrónomo que ve aproximarse a su mesa una turba de hambrientos, debemos consignar, como muestra de la crasa ignorancia con que los conservadores, como todos los políticos burgueses españoles, tratan la cuestión social, que el periódico clerical La Unión, en un artículo titulado «Los obreros y la clase media», se ocupa del meeting celebrado por nuestros amigos en Barcelona, y dice que los trabajadores no tienen razón para sus quejas porque hay muchos escribientes, empleados y periodistas en peor situación que ellos. No lo ignoramos; pero ¿dónde ha oído La Unión a ningún socialista la división de clases que tan arbitrariamente establece? ¿Acaso no sabe que el deslinde social se reduce a dos elementos verdaderamente caracterizados, esto es, el de clase burguesa y clase proletaria, perteneciendo a la primera los que disponiendo de los medios de producción, viven a expensas del trabajo ajeno, y a la segunda los que para vivir se ven forzados a vender por un salario los productos de su actividad? Para nosotros, para todos los socialistas, un obrero es el empleado, el arquitecto, el médico, el [ilegible] y todos los que en la esfera de la inteligencia prestan servicios útiles a la sociedad, como el que con su esfuerzo corporal da forma material a los diversos objetos destinados a la satisfacción de las necesidades de la colectividad. Y tan cierto es lo que decimos, que en los países donde el socialismo alcanza mayor desarrollo se ve confundidos en sus filas al médico y al artesano, al filósofo y al bracero.

Lo que hay es que lo que verdaderamente da vida al socialismo moderno es el desenvolvimiento industrial, la aplicación de los inventos mecánicos a la producción, y por lo tanto, el desequilibrio entre la oferta y la demanda de brazos, que arroja en el abismo de la miseria un número cada vez más crecido de obreros manuales; pero en manera alguna quiere esto decir que en la resolución del problema no estén también interesados todos aquellos que no son propiamente burgueses.

Vea, pues, La Unión cuán erróneo es el concepto que emite acerca del juicio que nosotros los obreros manuales tenemos acerca de la condición económica da algunos de los elementos a que se refiere: sus condiciones de vida son en general tan precarias, que en realidad son las del verdadero proletario. Lo que ocurre es que muchos de esos individuos, por el hecho de sustituir la modesta blusa con la pretenciosa levita, no ya sólo se creen ultrajados equiparándolos con los que visten aquélla, sino que hasta alimentan aspiraciones burguesas y aun aristocráticas. Por algo nacieron en el país del más famoso e insensato de los hidalgos.

Como quiera que en los más opuestos campos la doctrina socialista ha producido idéntica repulsiva impresión, podemos sin escrúpulo estampar el nombre de un diario federal a seguida de el del órgano de la Unión Católica. El Mensajero, de Villanueva y Geltrú, que fue testigo del verdadero interés con que los obreros de aquella ciudad escucharon la exposición de la doctrina del Partido Obrero, juzgó con acierto que esto era un síntoma de próxima descomposición de las filas federales, y es claro que había de hacer blanco de sus iras a los fautores de tal catástrofe. Así, no es extraño que después de desear «buena suerte» a los obreros, y de hacer una vana invocación al fantasma de la armonía entre capitalistas y trabajadores, se duela amargamente de que nuestros amigos se mostraran, no ya sólo desatentos, sino hasta injustos en sus duros ataques a los republicanos; mas al llegar a este punto estalla su indignación y exclama de este mudo: «Pero hicieron más aún. Atacaron a los federales, y eso sí que no podemos dejarlo sin la debida contestación.»

Y ¿cuál es la contestación que da El Mensajero a tamaño atrevimiento? Pues en vez de demostrar la sinrazón de que los obreros formen como [ilegible] un partido bastante poderoso para mejorar su condición primero, y llegar a su completa emancipación después, enumera los grandes servicios prestados por el federalismo a la causa del trabajo, citando entro ellos varios papeles mojados, como son el proyecto de Constitución aprobado por su partido en Zaragoza y la famosa ley de reglamentación del trabajo de los niños.

¿Acaso no sabemos ya por experiencia que esa ley fue dictada por el deseo de halagar a los trabajadores, en gran parte federales por aquellos tiempos, y que ni entonces ni después ha sido puesta en práctica? ¿No son hoy los obreros los que reclaman su cumplimiento, sin que tales gestiones sean apoyadas como debiera por los que ostentan como título de gloria el de su paternidad?

Desengáñese, pues, El Mensajero; los trabajadores no quieren hoy ya mentidas tutelas, y en lugar de fiar la garantía de sus derechos a verlos consignados en un proyecto de Constitución federal, que nunca pasará de proyecto, creer más positivo recabarlos por su enérgico esfuerzo, constituyéndose en partido de clase.

Dijimos antes que los políticos burgueses revelan la mayor ignorancia al tratar la cuestión social, y El Globo y la Gaceta Universal, posibilista y fusionista respectivamente, han venido a continuar que en este punto se hallan a la misma altura que los conservadores. Ambos periódicos han dedicado artículos de fondo al examen de nuestro programa, y uno y otro incurren en grandes errores, coincidiendo también en algunas de sus apreciaciones. Contentémonos con señalarlos por no hacer interminable este artículo.

Tócale a El Globo echarlas de valiente enfrente de los miedosos conservadores, y afecta gran tranquilidad ante la aparición del socialismo a la vida activa. Copia la segunda parte de nuestro programa, o sea la de los medios que considera eficaces nuestro partido para realizar su ideal, y hace abstracción de la primera y más importante, la que se refiere a la posesión del poder político por la clase trabajadora y la transformación de la propiedad individual en propiedad común de la sociedad. Con esta inocente habilidad pretende hacer creer a sus lectores que la aspiración de nuestro partido es idéntica a la de los llamados liberales, y toda su argumentación descansa en esta base falsa. Como se ve, el sistema, si brilla por la ausencia de lealtad y buena fe, indudablemente es muy cómodo, aunque cándido en sus resultados.

Afirma el diario posibilista, lo mismo que la Gaceta Universal, que el programa del Partido Socialista Obrero es «un indudable retroceso y una completa rectificación de las doctrinas de la Internacional.» Parece imposible que periódicos que pretenden pasar por informados del movimiento social incurran en semejantes dislates, ignorando que la formación de los partidos obreros en todos los países civilizados, con una aspiración común e idéntica, no es ya sólo la continuación de la obra de la Internacional, sino su complemento más perfecto. Para demostrarlo basta con decir que mientras aquella tan famosa Asociación declaró sólo propiedad social el suelo y el subsuelo, los partidos obreros han hecho extensiva tal declaración a todos los instrumentos de trabajo. Si esto es retroceso, venga Castelar y véalo, que entiende de estos asuntos tanto como su órgano en la Prensa.

Convienen ambos periódicos en que hoy «el espectro rojo, visto de cerca, ha llegado a ser punto menos que inofensivo», y hasta nos concede el diario fusionista buen sentido y califica nuestro número prospecto de «poco expresivo». Para hacer tales asertos se necesita estimar más o menos grave el fondo de una afirmación según sea la forma en que se la exponga, prescindiendo de todo análisis. La afirmación socialista es hoy más profunda y concreta que hace veinte años, y si al lenguaje declamatorio y altisonante de otros tiempos ha sustituido el de la sencillez, apreciarse debe como una conquista por los que no valoran la razón de una causa por el estruendo con que es defendida.

Para terminar, consignaremos que El Día, ocupándose del meeting de Barcelona, copia algunas de las afirmaciones más graves hechas por nuestros amigos, y lejos de refutarlas, dice que el peor medio que puede oponerse a la revelación de tales males es el de la represión; y El Progreso, órgano, por ahora, del zorrillismo, se afana inútilmente en reconquistar para su partido la perdida popularidad, reconociendo la urgencia de acometer algunas reformas sociales.

En resumen: la reciente propaganda socialista y la aparición de nuestro modesto semanario, coincidiendo con la agitación obrera de ambos mundos, hace vislumbrar a la Prensa burguesa el peligro inminente de que quizá dentro de poco la clase trabajadora española sea un elemento incontrastable bajo la bandera de nuestro Partido, pero como al propio tiempo la burguesía de nuestro país se distingue por su incapacidad para el gobierno, gastando todas sus fuerzas en los pugilatos de miserias que entre sí sostiene, apenas si dedica algunos instantes a lo que a su existencia interesa, de lo cual los trabajadores podrán aprovecharse para recorrer rápidamente las etapas de su obra emancipadora.

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