LA JORNADA LEGAL DE TRABAJO REDUCIDA A OCHO HORAS
Publicado en L’Egalité, París, en 1882.
I
El primer Congreso de la Internacional, celebrado en Ginebra el año de 1866, declaró que «la condición primera, sin la cual fracasaría toda tentativa de mejoramiento y de emancipación, es el límite legal de la jornada de trabajo. Impónese esta limitación a fin de restaurar la salud y la energía física de los obreros, asegurándoles la posibilidad de un desarrollo intelectual, de las relaciones sociales y de una acción política. El Congreso propone que la jornada legal de trabajo quede reducida a ocho horas. Este límite lo solicitan los obreros de los Estados Unidos, y el voto del Congreso lo inscribirá en el programa de las clases trabajadoras de ambos mundos.» El Congreso regional de París y el Congrego nacional del Havre, fieles a la tradición de la Internacional, consignaron a la cabeza de la parte económica de nuestro programa mínimo: «Reducción legal de la jornada de trabajo a ocho horas para los adultos.»
La intervención del Estado para limitar la jornada de trabajo significa para los economistas liberales la mina de todo orden social. León Faucher, uno de los pontífices de la Iglesia económica, ha dicho: «Los Gobiernos, inspirándose en una falsa filantropía, se han creído autorizados para reglamentar el trabajo. Empezaron por limitar el de los niños… El Gobierno francés, sumido en las tinieblas de 1848, hizo extensiva esta limitación a los adultos.» León Faucher alude a la ley de 1848 que reducía la jornada de trabajo a doce horas. El Imperio y la tercera República burguesa, su digna sucesora, han estudiado la manera de no aplicarla.
Nos proponemos defender la reducción legal de la jornada de trabajo a ocho horas contra los economistas.
Los considerandos de la resolución del Congreso de Ginebra citados más arriba, son, aunque concisos, bastante explícitos para hacer ver la importancia del límite legal de ocho horas; sin embargo, no responden a una objeción repetida constantemente:—Si reducís la jornada de trabajo, dicen los burgueses, reducís forzosamente los salarios.—A esta objeción, plausible en apariencia, muchos obreros bajan la cabeza en señal de asentimiento. Sin embargo, nada más falso que esto, como voy a demostrar.
Admítese hoy, hasta por los mismos economistas, que la ley que sigue la burguesía, es decir, el fin a que tiende, es limitar el salario al mínimum de los medios de existencia que necesitan los obreros para vivir y reproducirse. Esta ley, formulada en el siglo XVIII por los fisiócratas, encierra una amarga verdad; pero todavía no se ha llegado a determinar el mínimum a que el obrero puede reducir sus miserables necesidades. Los proletarios industriales, para disminuir sus gastos, han sustituido la carne, que era la base de la alimentación obrera antes de la revolución burguesa de 1789, por el pan en Francia, y en otros países por las patatas, el maíz, etc.; han abandonado el traje pintoresco y de duración de los antiguos compañeros para cubrirse de andrajos; se han amontonado en tugurios tan repugnantes, que un labrador no consentiría en encerrar en ellos sus cerdos, y que muchas veces debe destruir la policía porque se convierten en focos de pestilencia.
En los distritos industriales han tenido que vivir muchos obreros con 40 y 50 céntimos diarios. El famoso Reveillon, dueño de la fábrica de papel pintado saqueada en 1789 por los obreros del barrio de San Antonio, por haberse jactado de hacer vivir a los obreros con 75 céntimos diarios, pagaba, sin embargo, a los niños de 12 a 15 años que empleaba un jornal de 40 y 75 céntimos (1); el dinero valía entonces tres veces más de lo que vale hoy. Estas cifras demuestran hasta qué punto la muela de la explotación capitalista ha triturado las necesidades de los obreros desde el siglo pasado.
Los filántropos, esos jesuitas laicos, ensalzan los beneficios de la industria moderna. «El taller mecánico —dicen con enternecimiento— ha dado trabajo a la mujer y a los niños; todos han podido concurrir a aumentar el bienestar de la familia obrera.» El trabajo de la mujer y de los niños sólo ha contribuido a disminuir el salario de los hombres y a engendrar la miseria de la familia obrera.
Antes del desarrollo de la industria mecánica la mujer permanecía con sus hijas en el hogar doméstico; los niños no empezaban a trabajar hasta los trece o catorce años, cuando entraban de aprendices; el salario del hombre tenía que subvenir por sí solo a las necesidades de la familia. Pero desde el momento en que, merced a las máquinas y a la división del trabajo, los industriales pudieron llevar al taller a la mujer y a los niños, hasta entonces sustraídos a la explotación capitalista, rebajaron el salario del hombre tanto como representan los salarios que reciben la mujer y los niños. Este fue uno de los primeros beneficios de la filantropía capitalista. El trabajo social de la mujer y del niño no solamente permitió a los industriales reducir el salario del hombre tanto como correspondía al sostenimiento de aquéllos, sino que introdujo en la familia obrera una costumbre bárbara que no había existido en ninguna sociedad anterior: la competencia entre el padre, la madre y los hijos para ver quién arrancaba al otro el pan de la boca; la mujer y el niño han sido empleados por los industriales para rebajar a su mínimum el salario de los hombres; y aun a veces los hombres han sido arrojados del taller y para subsistir han tenido que contar con el salario de la mujer y de los hijos. Este es uno de los coronamientos de la bella filantropía capitalista.
Pero la máquina en manos de los capitalistas ha derramado otros beneficios sobre la clase obrera. Dígase lo que se quiera en contrario, Guesde tenía razón al afirmar que la máquina de la ley allí donde aparece, despuebla los campos, centraliza la población obrera alrededor de ella, y hace surgir de la tierra esas inmensas ciudades industriales que sólo datan de este siglo. La máquina necesita tener bajo sus órdenes inmediatas un pueblo de esclavos; lo absorbe en el taller cuando el trapajo abunda y lo lanza en medio de la calle cuando el trabajo escasea.
La escasez momentánea del trabajo crea una superabundancia momentánea de la población obrera, que se traduce por paradas periódicas. Pero los perfeccionamientos de la máquina reducen constantemente el número de obreros empleados en el taller, los arroja a la calle, y crean una sobrepoblación obrera artificial, llamada por Engels ejército de reserva del capital, que sólo es absorbida en el taller en los casos extremos.
Ese ejército de reserva del capital es el arma terrible del capitalista para rebajar los salarios a su mínimum y prolongar la jornada de trabajo a su máximum.
Por lo tanto, el interés primordial de la clase obrera mientras exista la sociedad burguesa es reducir todo lo posible ese ejército de reserva del capital, y para esto sólo hay dos medios: la emigración y la limitación legal de la jornada de trabajo. Debemos prescindir de la emigración, que si es un medio poderosísimo en Inglaterra, en Francia no lo es, porque los franceses sólo emigran a la fuerza. Queda, pues, la limitación legal.
A esto objeta el economista charlatán o que no sabe economía: —Si el obrero trabaja menos deberá ganar menos también.—Por el contrario, cuanto menos trabaje el obrero mejor salario ganará. ¿Se quiere un ejemplo concluyente? ¿Hay en Europa un obrero que esté mejor pagado que el obrero inglés? ¿Y por qué? Porque es el obrero que trabaja menos en Europa. La jornada legal de trabajo es de diez horas en Inglaterra; las Trades‘ Unions la han reducido a nueve horas, y a cinco horas el sábado; así, pues, el obrero inglés sólo trabaja cincuenta horas semanales, es decir, ocho horas y veinte minutos por día. Si en Francia llegara a ser mañana ley el artículo de nuestro programa mínimo, si la jornada fuera de ocho horas, se necesitarían tres obreros para hacer veinticuatro horas de trabajo, mientras que hoy sólo se necesitan dos obreros que trabajen doce horas; por lo tanto, todo el ejército de reserva del capital quedaría absorbido en el taller. No teniendo ya que temer la competencia de los obreros parados, los que trabajan podrían, no sólo mantener el mismo salario, sino hasta obtener un aumento.
II
La segunda objeción de los burgueses contra la reducción legal de la jornada de trabajo a ocho horas es la siguiente: si reducís el trabajo a ocho horas diarias y si mantenéis o eleváis el tipo de los salarios, arruinaréis la industria nacional. De la misma manera que la primera objeción —si se disminuyen las horas de trabajo se debe forzosamente rebajar el salario,— esta segunda objeción se considera irrefutable, y, sin embargo, es tan falsa como la primera. Ocurre precisamente lo contrario: cuanto menos trabajen los obreros serán mejor pagados y más próspera estará la industria nacional. De todos las leyes de la industria capitalista, ésta es una de las más fáciles de demostrar.
Si para que la industria nacional alcanzara su mayor grado de desarrollo sólo hicieran falta exiguos salarios y grandes jornadas de trabajo, la industria francesa debería ser una de las primeras del mundo; no debería temer la competencia de ninguna otra; en lugar de reclamar tarifas aduaneras para proteger sus productos, debería pedir el libre cambio como hace la industria inglesa. La industria francesa continúa en su estado de inferioridad porque el obrero francés trabaja con exceso y muy barato, porque en Francia hay obreros que se atreven a considerarse honrados trabajando doce y dieciséis horas diaria. Un obrero sastre de Londres me decía que los grandes sastres del West-End preferían los obreros franceses, porque mientras que el obrero inglés da tres puntadas, el francés da cuatro en el mismo tiempo.
Por el contrario, Inglaterra y los Estados Unidos son los primeros países industriales del mundo, porque en el segundo de estos países, excepto en los momentos de crisis general, hay siempre escasez de brazos, lo cual hace que los salarios tengan un tipo elevado, y en Inglaterra las Trades’ Unions y la acción legal han reducido la jornada de trabajo y elevado los salarios.
Una de las grandes leyes de la producción capitalista es la producción barata. Las máquinas no son introducidas en la industria moderna, como pretenden los jesuitas de la filantropía, para aminorar la ruda tarea del hombre, sino para producir pronto, mucho y barato, y para reducir el precio de la mano de obra. Pero si la mano de obra es tan abundante y a un precio tan bajo que el capitalista, sobrecargándola de trabajo, puede producir con ella tan barato como con las máquinas, no vacila nunca, porque las máquinas exigen un anticipo de capital, se gastan y se hacen antiguas, mientras que el capitalista no tiene que desembolsar un céntimo para procurarse ciento o doscientos obreros; sólo necesita abrir las puertas de sus talleres, y si los mata de trabajo ¿qué perjuicio ocasiona esto a su bolsillo? El bolsillo es el lugar donde el capitalista pone todo su corazón y toda su inteligencia. Los capitalistas franceses se han encontrado en esta situación; la mano de obra era en Francia tan abundante y a un precio tan mezquino que les convenía más sobrecargarla de trabajo que introducir máquinas para sustituirla. Este hecho ha sido demostrado por escritores burgueses.
M. Dollfus, el famoso patriota alsaciano, a quien nadie acusará de utopismo, puesto que ha reunido millones imponiendo trabajos de presidiarios a sus amados compatriotas de la Alsacia, ha hecho observar que mientras en las fábricas de hilados de los distritos algodoneros de Inglaterra se empleaban desde 1834 telares que con tres obreros hacían el trabajo de siete u ocho, en Francia no empezaron a usarse hasta 1853. Y añadía: «Siendo más barata la mano de obra en Francia que en Inglaterra, no tenemos tantas ventajas como los ingleses en emplear los nuevos telares.» Por la misma razón, la cardadora mecánica, aunque inventada en Francia por Heilman en 1848, «era de uso corriente en el Yorkshire y el Lancanshire cuando se empezaba a ensayar en Alsacia en 1853» (2).
Para dar una prueba de la filantropía capitalista recordaremos que el cardado a la mano era una da las operaciones del hilado más penosas y más nocivas para la salud.
Con el objeto de ilustrar su afirmación, Dollfus presentaba el cuadro siguiente:
El obrero de Manchester trabajaba 55 horas semanales y el de Mulhouse 84 (3).
En su estudio sobre el Sistema prohibitivo en Francia (4) refiere Miguel Chevalier que un industrial de los Vosgos, de ese país que ha dado al mundo los dos tipos más notables del republicanismo burgués, Ferry y Grévy —nacidos para entenderse—fue a Mulhouse con el objeto de comprar telares. Rebuscando en los desvanes de la fábrica de Dollfus, encontró telares viejos abandonados allí desde 1810 y que no habían sido quemados por olvido. Preguntó el precio de ellos y supo que se vendían como madera vieja. La alegría del vosgiano llegó a su colmo. Dollfus le hizo observar que aquellos telares eran antiguos y que resultaría más económico comprar otros de un modelo más moderno. «No penséis en mis beneficios. Ganaré dinero con estos telares antiguos, y ganaré tanto más cuanto que me los vendéis como madera y hierro viejos.» El Harpagón-Grévy de los Vosgos calculaba que compensaría las imperfeccionas del material que compraba por un precio muy bajo con las jornadas de trabajo que compraría en los Vosgos a un precio más bajo todavía. En efecto; si el mezquino salario de los obreros de Mulhouse permitía a los industriales alsacianos no adquirir máquinas que estuvieran al nivel de los últimos progresos de la mecánica, el salario de los Vosgos, aun más mezquino, permitía a los Grévy y a los Ferry del país servirse de instrumentos antiguos y desechados en Mulhouse. Pues, según dice Raybaud, «cálculos exactísimos demuestran que los salarios franceses son en Normandía y Flandes 12 y 15 por 100, en Alsacia 20 por 100, en los Vosgos 30 por 100 inferiores a los salarlos ingleses… Por regla general, la revolución en los métodos de trabajo obedece a las condiciones de la mano de obra. Mientras que la mano de obra presta sus servicios a bajo precio, se la prodiga, y se procura escatimarla cuando sus servicios se hacen más costosos.»
Por confesión de los mismos industriales y de los economistas burgueses, para desarrollar el material industrial, para acrecentar las fuerzas mecánicas de la producción industrial, es necesario elevar el valor de la mano de obra, es preciso que los salarios lleguen a su máximum.
Pero en apoyo de nuestra tesis encontramos otra prueba, más convincente aún, en el maravilloso desarrollo de la mecánica agrícola en los Estados Unidos de América. En el transcurso de pocos años toda la mecánica agrícola ha sufrido una transformación en aquel país; instrumentos como la segadora, que, si bien inventados en Escocia, cuna de la agricultura científica moderna, no habían podido hallar sino una aplicación muy restringida en Europa, son utilizados en todas las casas de labranza americanas; hay muchos instrumentos casi desconocidos en Europa (arados dobles armados de discos cortantes, azadas giratorias, sembradoras y escardadoras movidas por caballería, etc., etc.) que se emplean hasta en las pequeñas casas de labranza. Lo que ha obligado a los americanos a imprimir ese desarrollo gigantesco a la mecánica agrícola es que para cultivar las inmensas llanuras del Oeste escaseaban los brazos y eran demasiado caros, y además porque el obrero americano se niega a trabajar como un buey o como un jornalero europeo.
Así, pues, para desarrollar el material industrial de una nación, uno de los medios más eficaces es elevar el valor de la mano de obra, según queda demostrado; para aumentar el valor de la mano de obra, es decir, para subir los salarios, es preciso disminuir el ejército de reserva del capital, es necesario que escasee la mano de obra, ya mediante la emigración, a la que, por fortuna, no son inclinados los franceses, ya por la reducción legal de la jornada de trabajo a ocho horas.
Queda demostrado, en nuestro concepto con hechos evidentes, que la reducción legal de la jornada de trabajo sería beneficiosa para el obrero y para la industria nacional, pero estas dos razones no bastarían para hacerla aceptable; réstanos ahora demostrar que reportaría beneficio a la burguesía capitalista, y solamente porque sería provechosa para los industriales la consideramos realizable en una sociedad capitalista. Creemos con la République Francaise que mientras la sociedad capitalista no sea destruida por el proletariado revolucionario, «únicamente se podrán realizar las reformas aceptadas por las clases ricas», es decir, las reformas que sean beneficiosas para ellas.
III
Hemos visto los felices efectos que la jornada de trabajo de ocho horas produciría en los salarios de los obreros y en el desarrollo de la industria nacional. Aunque los burgueses juran por todas sus virtudes y todos sus vicios que desean únicamente el bien de sus obreros y la prosperidad industrial de la patria, estas consideraciones serían de todo punto insuficientes para que la clase capitalista, usurpadora del poder político se determinase a conceder la jornada legal de ocho horas. En toda sociedad capitalista los individuos se consideran autónomos; no reconocen más ley que la de su interés personal inmediato; y para satisfacer ese interés personal inmediato sacrifican con entusiasmo, no solamente el interés general, sino hasta su propio interés en el porvenir. Los burgueses industriales, por ejemplo, atienden de tal modo al interés personal inmediato, que para aumentar sus ganancias en algunos céntimos imponen a la dase obrera trabajos rudísimos que la aniquilan y amenazan agotar la fuerza obrera, que es la fuente misma de las riquezas capitalistas.
Cuando la industria mecánica se introdujo en Francia y en Inglaterra, hubo un exceso de sobretrabajo. Ocurrió lo que jamás se había visto en ninguna sociedad: los niños de diez, de ocho y hasta de seis años fueron encerrados en la fábrica y condenados en ese infierno a trabajos prolongados y dolorosos, durante jornadas de catorce y dieciséis horas; en las fábricas de Francia y de Inglaterra «era el látigo un instrumento de producción», pues servía para despertar la atención de los desgraciados niños rendidos por el sueño y el cansancio; en algunas fábricas de Inglaterra se los desvelaba sumergiéndolos en cubetas de agua fría. Así se manifestaba la suavidad de costumbres producida por la caridad cristiana y la filantropía filosófica.
Para tener esclavos sanos y vigorosos, los esclavistas de la antigua Roma y de la moderna América no convertían a los niños esclavos en instrumentos de producción, sino que los dejaban desarrollar libremente hasta la edad de catorce y quince años; pero en la sociedad capitalista nacida de la Revolución donde fueron proclamados los pomposos Derechos del hombre, los niños, sometidos a un trabajo excesivo desde su más tierna edad, morían a millares o llegaban a la edad adulta entecos e incapaces de un trabajo sostenido y provechoso: no proporcionaban a los industriales todos los beneficios que de ellos se podían esperar. La explotación feroz y ciega de los niños aniquilaba la población obrera de los distritos industriales y amenazaba secar la fuente de las ganancias capitalistas.
Los industriales más inteligentes, conocedores de los peligros que corría la explotación capitalista, quisieron aplicar paliativos al mal y refrenar la explotación insensata y desmesurada de la niñez. Sus esfuerzos se estrellaron contra el egoísmo bestial de los industriales, quienes, no viendo más que la ganancia inmediata, sacrificaban con poco discernimiento el porvenir de la explotación capitalista diciendo como Nerón: «Después de nosotros el fin del mundo.» Los industriales de Mulhouse, dicho sea en honor suyo, y este es el único honor que merecen, han sido los explotadores más inteligentes de Francia. Hicieron laudables esfuerzos para conseguir una reducción voluntaria del trabajo de los niños en las manufacturas de Alsacia; pero les fue imposible hacer comprender a sus colegas cuáles eran sus propios intereses. Para obtener la reducción del trabajo de los niños fue preciso recurrir a la acción legal.
Entre todos los domésticos literarios que jamás haya mantenido la clase dominante, los economistas han sido sin género alguno de duda los más serviles, los que han sabido falsificar los hechos con más habilidad para ponerlos de acuerdo con los intereses y las preocupaciones de la clase que les paga; si al presente hay economistas que pisotean los dogmas de la Iglesia económica y piden la intervención del Estado para reglamentar el trabajo en las fábricas, esto demuestra que la industria mecánica ha llegado a un período de desarrollo en el que está en el interés mismo de los burgueses industriales limitar la jornada de trabajo, aunque esta limitación legal contraríe el egoísmo estúpido de la inmensa mayoría de los industriales.
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En el año de 1844, al discutirse en el Parlamento inglés la ley que limitaba el trabajo en las fábricas a diez horas diarias, decía lord Ashley: «Es indudable que el sistema mecánico ha realizado una tarea para la cual serían necesarios los tendones y los músculos de muchos millones de hombres; pero también ha aumentado prodigiosamente el trabajo de los que están sometidos a su terrible movimiento. El trabajo que consiste en seguir el movimiento de vaivén de un par de mulas por espacio de doce horas, para hacer hilados del número 40, exigía en 1815 recorrer 12 kilómetros 872 metros; en 1832 la distancia que hacía falta recorrer era de 32 kilómetros 180 metros… Teniendo en cuenta las fatigas de una jornada de trabajo, es preciso tomar en consideración la necesidad de volver el cuerpo cuatro o cinco mil veces en dirección contraria, así como los esfuerzos continuos de inclinación y de erección.» Así es como la máquina ha aligerado la ruda tarea del obrero. Las mulas que el trabajador debe seguir avanzan y retroceden alternativamente.
Los cálculos citados por lord Ashley habían sido hechos por un matemático enviado por él a Manchester con este objeto. Para disminuir este trabajo sobrehumano, realizado en medio de una atmósfera sofocante y pestilente, se pedía la reducción de la jornada de trabajo a diez horas.
Reducir la jornada de trabajo a diez horas era pedir la ruina de la industria, dijeron a coro los industriales ingleses. Anticipándose al senador republicano M. Claude, proclamaban como una verdad irrefutable que «del número de las horas de trabajo dependía la cantidad de productos».
Esa afirmación quedó destruida por los hechos. M. Gardner hizo trabajar en sus dos grandes fábricas de Preston, desde el día 20 de abril de 1844, once horas diarias en lugar de doce. La experiencia de un año próximamente demostró que se obtenía igual cantidad de productos con los mismos gastos y que en once horas los obreros que trabajaban a destajo no ganaban menor salario que anteriormente en doce horas. Si en once horas se produjo tanto como antes en doce, debíase exclusivamente a la actividad más sostenida y más uniforme de los obreros. El elemento moral desempeñó un gran papel en estas experiencias. «Trabajamos con más ahínco—dijeron los obreros al inspector de fábricas;—ante la perspectiva de salir más temprano, un alegre ardimiento en el trabajo anima al personal de la fábrica, desde el más joven al más viejo, de suerte que podemos ayudarnos mucho unos a otros.» En tanto que los obreros ganaban una hora de libertad sin ver disminuir por eso su salario, el capitalista obtenía la misma masa de productos y la economía de una hora en el consumo de gas y de carbón. Con el mismo éxito se hicieron análogas experiencias en la fábrica de los Sres. Herrock y Jackson (4).
En Francia se han llevado a cabo experimentos de esta índole. Con motivo de la información sobre la enseñanza profesional, uno de los grandes industriales de Alsacia, M. Bourcart, declaró que «la jornada de doce horas era excesiva y debería quedar reducida a once.» «Sería conveniente, decía, que disminuyeran las horas de trabajo, y sobre todo que no se trabajara el sábado después de mediodía. Puedo aconsejar la adopción de esta medida, aunque a primera vista parezca onerosa; la hemos experimentado en nuestros establecimientos industriales, donde desde hace cuatro años los obreros no trabajan la tarde del sábado, y nos ha ido bien con ella. Nuestros obreros ganan hoy tanto como hace cuatro años, y la producción media de los establecimientos, lejos de haber disminuido, ha aumentado» (5).
En su libro sobre Las Máquinas, F. Passy cita la opinión característica de un gran industrial de Gante, M. Ottevaere: «Mis máquinas, aunque casi iguales a las de las hilanderías inglesas, no producen lo que deberían producir y lo que esas mismas máquinas producen en Inglaterra, aunque en esta nación los hilanderos trabajan dos horas menos. Atribuyo esta diferencia a la prolongación de la jornada de trabajo… Trabajamos dos horas largas de más… Si no se trabajara más que once horas tendríamos la misma producción y produciríamos, por consiguiente, con más economía… Por una parte se produciría con toda la perfección posible y con economía, y por otra tendríamos obreros más inteligentes y menos extenuados.»
Así, pues, el trabajo del hombre se hace más intenso a medida que la máquina perfecciona sus movimientos; el aumento en la rapidez de los movimientos de la máquina, poniendo en la mayor tensión posible los resortes de la máquina humana, impide que el obrero vigile eficazmente durante mucho tiempo el trabajo de la máquina de hierro, que en ese caso no suministra todo su trabajo útil. Por consiguiente, el desarrollo de la máquina impone la disminución del trabajo del obrero en interés de los mismos industriales.
Puede decirse que la ley de diez horas ha sido en Inglaterra más beneficiosa para los industriales que para los obreros ingleses. Para no citar más que un ramo de la industria, se observa que el número de fábricas inglesas de algodón, que sólo había aumentado en un 22 por 100 desde 1838 a 1850, aumentó en un 86 por 100 desde 1850 a 1856. La ley de 1847 que limitaba el trabajo de las fábricas a diez horas, ejerció por lo tanto una feliz Influencia sobre la prosperidad industrial y sobre el enriquecimiento de los industriales ingleses.
No sucedió lo mismo respecto de los obreros. El trabajo en las fábricas aumentó en intensidad. «Las brocas de los telares continuos realizaban 500 revoluciones y las de las mulas 1.000 revoluciones más por minuto en 1862 que en 1839.» El 27 de abril de 1863 decía M. Ferrand en la Cámara de los Comunes: «Un sólo individuo con dos ayudantes ponía antes en movimiento dos telares, mientras que en la actualidad atiende a tres sin ningún ayudante, y no es raro que un solo individuo baste para cuatro. De los hechos de que me han dado cuenta resulta que doce horas de trabajo están ahora condensados en menos de diez. Por lo tanto, es fácil comprender la proporción enorme en que ha aumentado en estos últimos años la tarea de los obreros de las fábricas.»
Esta intensificación de trabajo desde la ley de diez horas de 1847 exige, pues, una nueva disminución de la jornada de trabajo; las Trades’ Unions han reducido ya la jornada de trabajo a nueve horas; en 1867, posteriormente al Congreso de Ginebra, donde se acordó que la jornada legal de trabajo debía ser de ocho horas, los obreros de Lancanshire promovieron una agitación con el objeto de que fuera adoptado como ley el acuerdo del Congreso internacional.
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Hemos demostrado con hechos oficialmente justificados en Inglaterra y en Francia que la reducción legal de la jornada de trabajo beneficiaría a los obreros y a la industria nacional, y contribuiría al enriquecimiento de los industriales.
A pesar de las ventajas que reportaría a los industriales, los obreros no deben tener la esperanza de obtenerla, porque el poder político está en manos de la clase más egoísta y más torpe que jamás ha gobernado la Francia. En la historia de la clase aristocrática se encuentran numerosos ejemplos de señores que voluntariamente dieron libertad a sus siervos y concedieron cartas de franquicias o fueros a las ciudades; hace cerca de cien años que la burguesía derribó a la aristocracia, y apenas se pueden citar los nombres de diez industriales que hayan disminuido voluntariamente el trabajo de sus obreros. Grandes industriales como son los señores Feray y Claude, han hecho que el Senado deseche, con gran satisfacción de la Francia patronal, una ley que limitaba a once horas el trabajo de las mujeres y de los niños, porque, según decían ellos, «la cantidad de productos dependía del número de horas de trabajo».
Si en Inglaterra se votó la ley de 1847 que reducía el trabajo en las fábricas a diez horas, el honor de esta medida corresponde a la aristocracia terrateniente, que en odio a los industriales, en odio a los Cobden, a los Bright y al Anti corn league, puso toda su influencia parlamentaria al servicio de la clase obrera. Pero en Francia la clase trabajadora no puede ni debe contar más que con sus propias fuerzas. Sólo cuando el Partido Obrero, poderosamente organizado y abandonando todos los artificios intransigentes sobre el Senado, la presidencia, etc., llegue a producir una gran agitación obrera en toda Francia, harán los Parlamentos burgueses algunas concesiones a la clase trabajadora.
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NOTAS
1. Exposición justificativa del Sr. Reveillon, etc., 1789.
2. Juan Dollfus. No más prohibiciones sobre los hilados de algodón, 1853. En este trabajo, interesante por los hechos y cifras que contiene, Dollfus no tiene para nada en cuenta los obreros, sino su interés personal inmediato. Era librecambista por una razón muy fundada: aunque hilador, sus fábricas de tejidos necesitaban ciertos hilados prohibidos entonces. Cuando se escudriñan los móviles de las acciones burguesas, encuéntrase, bajo la espesa capa del humanitarismo, patriotismo, liberalismo, etc., con que los burgueses lo encubren, el supremo interés personal, el único motor a que obedecen, aun cuando escriben de ciencia mal llamada imparcial. La crítica de Dollfus, sin bien está dirigida por ese móvil personal, no es menos concluyente. He aquí otro párrafo que viene en apoyo de la opinión que sostengo, aunque Dollfus sólo considera la cuestión bajo el punto de vista librecambista: “La falta de competencia extranjera, permitiendo que un dueño de establecimiento continúe obteniendo ganancias con máquinas antiguas… aunque sepa perfectamente que el gasto que ocasionaría otro material sería recuperado en pocos años, contribuye a mantener la industria estacionaria. El hecho se produce en establecimientos que disponen de grandes capitales.” En mi trabajo verá el lector que el abaratamiento de la mano de obra francesa ha tenido el mismo efecto para la industria nacional que la falta de competencia extranjera de que se lamenta Dollfus.
3. Revue des Deux Mondes, 1° de diciembre de 1858.
4. Rapport des inspecteurs des fabriques, 1815.—Los hechos citados más arriba están tomados del Capital, de Marx (páginas 177 181), al cual remitimos a los lectores que deseen detallas más amplios sobre la intensificación del trabajo.
5. Citado por Pablo Leroy-Beaulieu en el Travail des femes au XIX siécle, 1873. En dicha obra dice ese economista: «El perfeccionamiento continuo de las máquinas ¿no llegará a imponer una disminución de la jornada de trabajo? Todas las mejoras en el arte de tejer tienen por efecto dar mayor velocidad: el telar que antes realizaba 120 revoluciones por minuto, da hoy 180, 200 y 210. ¿Es posible que una muchacha vigile durante doce horas una marcha tan precipitada?»
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Fuente: El Socialista Nos. 31-33, Madrid, octubre 1886.