Artículo publicado en El Socialista n° 1, 12 de marzo de 1886, p. 2.
Hubo un tiempo, no remoto, en que la clase capitalista vivía tranquila y feliz del producto del trabajo ajeno, sin temor y sin escrúpulos, creyéndose segura y al abrigo de toda tentativa de reivindicación de parte de los desposeídos, siquiera esta reivindicación fuese parcial e incompleta.
La aparición de la Internacional en el campo económica fue coma el primer cañonazo de alarma, que hizo temblar a la burguesía de ambos mundos. Al principio nuestros gobernantes no se daban cuenta del peligro que los amenazaba. ¿Qué significaba aquella vasta aglomeración cosmopolita de hombres nuevos, desconocidos, que profesaban ideas de renovación universal? ¿Era una nueva secta político-religiosa? ¿Tratábase de una utopía más de los ideólogos burgueses? Mientras duró este período de incertidumbre la actitud de los diferentes partidos en que se descompone la burguesía fue relativamente benévola con la nueva Asociación; poro no tardaron en comprender que lo que habían tomado como inofensiva utopía era ni más ni menos que el advenimiento de toda una clase a la lucha por la vida, o lo que es lo mismo, por el poder; la afirmación consciente de que la inmensa mayoría que produce no era nada y que debía serlo todo.
Va a hacer quince años que la Asociación Internacional de los Trabajadores sucumbió en combate desigual con los poderes burgueses. Anegada en el mar de sangre de los defensores de la Commune de París, estrangulada, por decirlo así, por las leyes draconianas de todos los Gobiernos de Europa, la Internacional parecía sepultada para siempre en el panteón de las instituciones desaparecidas.
¿Y qué vemos hoy?
Los mismos desheredados, los mismos desposeídos, se agrupan en todas partes bajo la misma bandera: «la emancipación de los trabajadores ha de ser obra de los trabajadores mismos», y proclaman idéntica aspiración: «la nacionalización de todos los instrumentos de trabajo, tierras, máquinas, capital», que les son absolutamente necesarios para la vida y que pertenecen de derecho al que los hace producir.
Y no es ya aquella Internacional de Trabajadores tan temida y calumniada, son los proletarios de cada nación, que, engañados por todos los partidos existentes, se deciden a transportar al terreno político el antagonismo irreconciliable que se manifiesta cada día más enérgico en el taller, en la fábrica, en la mina, entre los explotados y sus explotadores y los que de ellos dependen.
En Alemania como en Francia, en Inglaterra como en los Estados Unidos, en Italia, en Dinamarca, en España, en Bélgica, en Portugal, los trabajadores se constituyen en partido político distinto y contrario de todos los partidos burgueses, en partido de clase, cuyo programa es idéntico—como no podía menos de ser—en todos los países.
Y las masas obreras que no han entrado todavía en la nueva organización, se ven arrastradas irresistiblemente por el movimiento económico nacido de la crisis mortífera que diezma la población obrera de ambos mundos. Estas crisis, que reconocen por causa única el sistema anárquico de la producción capitalista, la abundancia ascendente de productos en proporción inversa de la capacidad del consumo, y que eran antes periódicas, revisten hoy el carácter de permanentes y se hallan destinadas a adquirir proporciones colosales hasta ahora desconocidas.
El movimiento obrero, provocado en los Estados Unidos de América por la importación de los trabajadores chinos, que permite a los explotadores de aquel país rebajar el salario ya insuficiente del trabajador angloamericano o de procedencia europea; en Inglaterra por la falta de trabajo y la miseria espantosa de los obreros agrícolas y fabriles, va entrando en Francia en el periodo que podríamos llamar agudo. Los sucesos de Decazeville, cuya gravedad sería ocioso encarecer y que nuestros lectores verán explicados detalladamente en otra sección del periódico, unidos a la feliz circunstancia de encontrarse en el Parlamento francés tres diputados obreros que no han temido abrazar abiertamente la causa del Proletariado contra sus explotadores, aun a riesgo de ponerse en contradicción con la fracción más avanzada, con los republicanos radicales, vienen a dar a lo que en otro momento habría sido una simple huelga, toda la importancia de una lucha de clase contra clase, de los siervos de la mina contra los barones del capital.
En tal conflicto, el Gobierno republicano, no obstante su buena voluntad y sus deseos de proteger a los mineros del Aveyrón, que votaron por la República, contra la rapacidad y la opresión de los administradores de la Compañía, que son monárquicos; forzado por la fatalidad de su situación, se niega a adoptar las medidas de justicia propuestas por el diputado minero, persigue y castiga a los obreros que sostienen la huelga y envía soldados, jueces y esbirros para que apoyen y alienten la resistencia de la Compañía, que de otro modo se vería obligada a ceder. Sin embargo, el Gobierno, sin salirse de la ley, podría declarar caducada la concesión de las minas de Decazeville, expropiar la Sociedad que las explota y cederlas a los mineros asociados, que han manifestado ya al ingeniero del Gobierno sus intenciones de encargarse de la empresa. Pero no lo hace ni lo hará; si individualmente algunos ministros se inclinan a esta solución, como Gobierno son ante todo los sostenedores de la clase capitalista, los defensores de los derechos imprescriptibles de la santa propiedad.
Aunque la legalidad favorezca algunas veces a la clase trabajadora, en tanto ésta no realice la transformación social a que aspira, semejantes conflictos se presentarán ordinariamente, sin que sean bastantes a resolverlos todos los políticos de la burguesía.
Y no se nos venga diciendo que lo que pasa en Francia es resultado de una situación excepcional, que la industria de aquel país se encuentra en un estado particular, que las leyes por que se rige no son las mismas que en el nuestro y que las costumbres son diferentes, etcétera. Lo negamos rotundamente, y cuando se quiera demostraremos que lo que ocurre hoy en Francia ha sucedido y sucede en España, y que en materia económica la situación es análoga en ambos países: la explotación capitalista, su organización, su carácter, son iguales, aquende que allende el Pirineo; loa obreros estamos sumidos en la misma profunda miseria, y en las luchas contra nuestros explotadores, la burguesía gubernamental interviene siempre en favor de nuestros enemigos y nos aplica unas leyes hechas exclusivamente contra nosotros.
Tal es la razón de nuestra solidaridad con los obreros de las demás naciones; sus intereses son los nuestros, sus enemigos son nuestros enemigos. Por eso hacemos nuestra la causa de los mineros de Decazeville y formamos los más ardientes votos por su próximo y completo triunfo y el de sus valientes defensores.