Juan B. Justo (1865-1928) / Escritos y conferencias
La teoría científica de la historia y la política argentina
Conferencia dada en El Ateneo, de Buenos Aires, el 18 de julio de 1898, editada ese mismo año por la Librería Lajouane, y en 1915, por la Librería de La Vanguardia. Integra el tomo VI de las Obras de Juan B. Justo, pp. 153-174. Este trabajo apareció en el libro Socialismo (1920), donde Juan B. Justo reunió trabajos de distintas fechas, a los que consideraba expresiones principales de su labor de teórico y propagandista.
Señoras y señores:
Debo empezar esta conferencia sobre la teoría científica de la historia y la política argentina con una expresión de sentimientos. No estoy aquí para exponer un bonito teorema, ni puedo creer que el cuadro de la política argentina los afecte a ustedes como el de una partida de ajedrez.
Amo el país en que vivo, y deseo que sean muchos los que tengan motivos de amarlo; una viva simpatía me une a todos los que aquí trabajan y luchan, y para ellos deseo la vida de los hombres fuertes, inteligentes y libres; amo la lengua de mis padres, y quiero que sea hablada con ingenio por millones de hombres, que en ella sean escritas obras grandes y hermosas, que esas obras sean muy leídas; me llamo argentino, y quiero que éste sea el nombre de un pueblo respetado por sus propósitos sanos y sus acciones eficientes; veo que todavía cada pueblo tiene una bandera, y deseo que, mientras la humanidad no tenga una, la argentina o la sudamericana flamee en estas tierras.
Por eso, y porque sentimientos semejantes animan seguramente a quienes han venido a escucharme en el Ateneo, doy esta conferencia, y espero un poco de atención.
Tratándose de hechos tan complejos y controvertidos como los de la historia, parece a primera vista muy atrevido hablar de su teoría científica. Es porque ordinariamente se tiene de la ciencia misma una idea falsa, que, como toda superstición, empequeñece el objeto que pretende agrandar.
En efecto, desde que se ha aplicado a la historia el criterio adquirido y aplicado en los otros campos de la vida práctica e intelectual, el criterio científico, la ciencia misma ha experimentado un gran cambio: al abarcar, por fin, todo el campo de la actividad y de los conocimientos humanos, ha descendido del pedestal místico que la sustentaba, y se ha hecho a la vez más modesta y más fuerte, más humana y más fecunda. La historia ha dejado de ser una crónica, un romance o una filosofía, para constituirse como un conjunto de nociones coordinadas, susceptibles de aplicación práctica. La ciencia, por su parte, ha perdido el carácter de entidad extraña a la vida ordinaria, de doctrina superior, esotérica, creada por una casta especial de sabios y reservada para ellos. Ya no es más que una de las manifestaciones de la vida, la vida inteligentemente vivida. Ha venido formándose por el esfuerzo inteligente de todos los hombres en la vida diaria, y su misión primordial es servir en la vida diaria para la acción inteligente. No resulta de una inspiración superior, sino de las necesidades elementales de la existencia. Antes que Torricelli está el inventor de la bomba hidráulica; antes que Darwin, los criadores ingleses que practicaban la selección artificial.
Al formular la teoría científica de la historia no estamos, pues, obligados a dar una fórmula absoluta y completa. Eso queda para las teorías teológicas y metafísicas que pretenden explicarlo todo, al mismo tiempo que excluyen de sus sistemas fases enteras de la vida. Una teoría científica no se obliga a tanto, ni tiene para que negarlo que no se acomoda a su armazón; explica lo que puede y deja existir lo demás, contenta de que a las teorías futuras les quede también algo que explicar. Lo que puede y debe exigírsela es que muestre su propia génesis, que tenga su punto de partida en el mundo; que señale en qué fenómenos se realiza, y en qué actos de la vida tiene aplicación.
Si hay, pues, para nosotros una teoría científica de la historia debe ser la teoría de la historia argentina; en nuestro propio desarrollo, por rudimentario que aun sea, deben actuar los elementos fundamentales del movimiento histórico en general; y, si nuestra historia es susceptible de una interpretación científica, nuestra política debe serlo de aplicación de la ciencia así adquirida, aunque por el momento sea tan embrollada y poco científica.
Pero tracemos antes a grandes rasgos la génesis y el sentido general de la nueva teoría.
El dintel del estudio de la historia está en los museos.
Así como las otras leyes naturales han sido descubiertas en sus manifestaciones más simples, el fundamento de la historia ha sido vislumbrado al estudiar sus épocas primitivas, la historia sin dioses ni héroes que la perturben, sin tradiciones ni documentos que falsifiquen la realidad. Los pioneers de la prehistoria han tenido que aplicar desde un principio los métodos científicos de investigación, y han llegado por eso desde luego a conclusiones exactas. En la aurora de la historia el hombre se presenta ante todo como a toolmaking animal, como un animal que fabrica herramientas, y se impone desde luego al entendimiento el papel decisivo que en ella desempeña la evolución de los instrumentos y modos de trabajo. Estudiando los antecedentes históricos de los pueblos escandinavos, cuyos documentos escritos más antiguos datan apenas de mil años, Thompson escudriñó en el suelo de su país los más remotos vestigios de la actividad humana y llegó en 1887 a su división de las edades prehistóricas basada en el estado de la industria del hombre. Edad de la piedra, edad del bronce, edad del hierro, dijo, y bosquejó así la teoría científica de la historia.
La idea que en Thompson no aparece sino en embrión y sin la conciencia de todo su alcance, llega a un amplio desarrollo en los estudios prehistóricos de Morgan, que ha investigado los orígenes de las sociedades humanas entre los indios de América y en la antigüedad griega y romana. «Es muy verosímil, dice Morgan, que las grandes épocas del progreso humano coincidan más o menos directamente con el ensanche de las fuentes de sustento»; y, viendo en las grandes conquistas de la técnica las piedras miliares de las jornadas de la humanidad, traza un cuadro del progreso cuyo fondo es el dominio adquirido por el hombre sobre las fuerzas naturales, y en el cual las instituciones sociales aparecen como consecuencia de las condiciones de la producción.
Si la trama de la prehistoria es tan sencilla que ha podido ser descubierta a primera vista, estímulos muy poderosos han conducido, por otro lado, a descubrir la de las épocas más recientes. Una verdad de tan gran magnitud como la del papel fundamental de la producción y la distribución de las riquezas en el desarrollo histórico, nunca ha podido ser del todo ignorada por los políticos prácticos, ni ha dejado de asomar de vez en cuando a la mente de los teóricos. De ahí el gran número de precursores de la nueva teoría. Pero sólo en el presente siglo los historiadores han empezado a orientarse decididamente hacia ella.
Disipados los ensueños que acompañaron a la revolución francesa, y a impulso de tan tremenda conmoción, hubo que ver en ella una manifestación de fuerzas más permanentes v efectivas que la literatura revolucionaria del siglo XVIII. Ya en 1802, el utopista Saint-Simón decía que el reinado del terror en Francia había sido el de las clases desposeídas, y poco después definía la política como la ciencia de la producción y predecía su completa absorción por la economía. Bajo su influencia formáronse las ideas de Agustín Thierry quien traza el cuadro de la revolución inglesa como el de una lucha de clases. En sus estudios sobre la historia de Francia e Inglaterra llega Guizot a conclusiones análogas: para él, las instituciones políticas son menos importantes que las condiciones sociales de que dimanan entre las cuales es decisiva la distribución de la propiedad territorial y de la riqueza en general: para él también, la revolución inglesa del siglo XVII es un conflicto de clases.
Pero ninguno de los historiadores del tiempo de la Restauración fue más allá de esa concepción incompleta: veían en la historia el juego de los intereses económicos bajo la forma de antagonismo de clases, mas no descubrían el origen de esas clases, ni el resorte que promueve su desarrollo.
A mediados del siglo las cosas estaban más preparadas para la elaboración de un concepto general de la historia, que combinara y fecundara las vistas, vagas todavía, de los más eminentes historiadores modernos, con los primeros datos, necesariamente truncos y esquemáticos, de la prehistoria. El vapor, aplicado a la industria y al transporte, mostraba ya todo su poder revolucionario; la estadística registraba en cifras algunos de los más importantes fenómenos de la vida del mundo civilizado; el telégrafo y la estampilla postal estaban en uso. En Inglaterra se agitaba el partido Cartista, y en Francia, el Enrichissez-vous, messieurs de la clase gobernante había respondido, como doloroso eco, al alzamiento de los trabajadores de Lyon. En Alemania la unión aduanera daba, por fin, campo de desarrollo a la gran industria, que pronto tomó en la región del Rin un vuelo considerable.
Fue allí donde Marx, con la activa colaboración de Engels, pudo llegar antes que Morgan, cuyos estudios datan de la segunda mitad del siglo, a la grandiosa concepción histórica que constituye el fundamento de sus obras: «En la producción social de su vida entran los hombres en relaciones determinadas, necesarias e independientes de su voluntad, relaciones de producción que corresponden a un grado determinado de desarrollo de sus fuerzas productivas materiales. El conjunto de esas relaciones de producción constituye la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la cual se levanta un edificio jurídico y político y a la cual corresponden formas determinadas de conciencia social. El modo de producción de la vida material domina en general el proceso de la vida social, política e intelectual». «La concepción materialista de la historia arranca de la proposición siguiente: la producción e inmediatamente después de ella el cambio de los productos, es la base de todo orden social; en todas las sociedades de la historia la distribución de los productos, y con ella la división de la sociedad en clases, dependen de qué, cómo se produce y cómo se cambian los productos. Según eso, no hay que buscar las causas últimas de las transformaciones sociales y de las revoluciones políticas en la cabeza de los hombres, en su visión cada vez más clara de la verdad y la justicia eternas, sino en las transformaciones del modo de producción y de cambio; no hay que buscarlas en la ‘filosofía’, sino en la ‘economía’ de la época».
Al afirmar el papel fundamental del modo de producción y de cambio en la historia, Marx y Engels han, estado muy lejos de formarse del desarrollo histórico un concepto unilateral. «La situación económica es la base», dice Engels; «pero… las formas del derecho… las teorías políticas… las opiniones religiosas… etc., ejercen también su acción sobre el curso de las luchas históricas, y en muchos casos determinan su forma en primer término».
Tan magna doctrina merece verse libre del nombre metafísico de «materialista». La ciencia no conoce el materialismo sino como una de las fórmulas ingenuas, petulantes y huecas de la adolescencia intelectual, En física, en química, en biología, podemos aprender y enseñar todo lo que se sabe e investigar lo que ignoramos sin necesidad de esa palabra que nada significa. ¿Por qué hemos de necesitarla en historia? Si hemos de dar una designación especial a su concepción científica, la mejor es la de concepción económica, que empieza a ser generalmente adoptada.
¡Y bien! Los movimientos religiosos, políticos y filosóficos, que disfrazan u ocultan el fondo del movimiento histórico de otros países y de otras épocas, tienen tan pequeño papel en la historia argentina, que el fundamento económico de ésta es evidente, y no ha podido ser desconocido del todo por los historiadores del país, aunque no hayan tenido teoría alguna del movimiento histórico en general, ni hayan estudiado los acontecimientos según un criterio sistemático.
El desarrollo colonial quand-même de los países del Plata patentiza el predominio general de la economía en la formación y el crecimiento de la sociedad argentina. Contra las leyes españolas, contra la fuerza puesta al servicio de esas leyes, contra la moral que exigía su acatamiento, Buenos Aires se desarrolló, a pesar del opresivo régimen colonial. El país se había poblado de vacas, caballos y ovejas, y nada podía impedir que esas riquezas buscasen y encontrasen empleo, al cortar la corriente de hombres que tendía hacia ellas. España pudo, pues, retener codiciosamente para sí todo el comercio de sus colonias en América, demasiado grande para ella; pudo encerrarlo en los estrechos límites del comercio entre Cádiz y Portobelo; privar a los extranjeros de todo acceso legítimo a sus colonias; trabar aún la inmigración de españoles a éstas; llevar su exclusivismo hasta el punto de discutir si, a los efectos del comercio en Indias, los nacidos en España de padres extranjeros eran españoles; pudo prohibir que los colonos de América recibiesen consignaciones, ni aun de España, y que enviasen caudales por su cuenta para comprar artículos, ni aun a España, porque se creía que con eso perjudicarían a los comerciantes españoles; pudo favorecer a Lima, a costa de Buenos Aires; pretender que ésta recibiera de aquélla las mercancías europeas que necesitaba; prohibir que los metales preciosos del interior llegasen a Buenos Aires; impedir que por este puerto entrase nada de lo que debía entrar, ni saliese nada de lo que debía salir; pudo, según Moreno, arrancar las viñas aquí plantadas, para que no se perjudicara el comercio de vinos de la Península, y prohibir en 1799 la construcción de un muelle que se había empezado en Buenos Aires; con todo eso, no pudo impedir, sin embargo, que se desarrollasen los vigorosos gérmenes de vida económica que había en el país.
Mientras Buenos Aires fue «una puerta que era necesario tener cerrada», el contrabando fue el modo normal del comercio de este país. Los portugueses se establecieron al efecto en la otra orilla del río y España, que tenía ministros Para dictar leyes absurdas, tuvo felizmente también funcionarios venales que las dejaran violar: buques holandeses, ingleses y portugueses llegaban al Plata y, de un modo u otro, sacaban los cueros y el sebo que la política española quería estancar, sin que el comercio español fuera capaz de aprovecharlos.
A mediados del siglo XVIII ya era Buenos Aires una de las más importantes colonias españolas de América, y a partir de 1777, época en que se permitió el comercio con todos los puertos importantes de España y de sus colonias, esa importancia fue rápidamente en aumento. El alza del valor de los frutos del país, debida a la mayor facilidad de salida, y a la creciente demanda originada por el desarrollo de la gran industria en Europa, hizo que se extendiera la zona de ocupación en una y otra orilla del Plata; Vértiz llevó la frontera del sud a Chascomús, Ranchos y Lobos, al mismo tiempo que se poblaba la campaña de Montevideo; gracias en parte al contrabando de hombres, pues casi no se toleraba oficialmente sino la introducción de negros, la población del país creció en pocas décadas considerablemente.
Entonces empiezan a diseñarse ideas y tendencias que debían conducir al mayor progreso político que hemos hecho hasta la fecha, a la Independencia. A principios del siglo actual, «a la sombra de los intereses económicos», como dice Mitre, «venía elaborándose la idea revolucionaria».
Quiero insistir sobre ese momento del pasado argentino, no porque sea su época clásica, sino porque es un admirable ejemplo de la complejidad del desarrollo histórico y del carácter sintético de su teoría, que los fundadores de ésta no han puesto bien en claro. Para que los elementos del medio físico-biológico o del medio social empujen al hombre en un sentido progresivo, necesario es que éste los «aplique», es decir, que prácticamente los «comprenda». El sílex no es un factor de la historia del hombre sino cuando éste aprende a fabricar con aquél sus primeras armas. Así también los nuevos medios y formas de producción no conducen a nuevas relaciones políticas, sino en tanto que sugieren nuevas combinaciones de esfuerzos con un fin práctico determinado, en tanto que los hombres aplican a la realización de nuevas relaciones políticas el conocimiento que tienen de los efectos sociales de esos nuevos medios y formas de producción.
En ese sentido, la naciente burguesía argentina de principios del siglo es un ejemplo insuperable.
Ante el interés con que veían solicitados de todas partes sus productos, los nativos propietarios del suelo pronto comprendieron toda la capacidad productiva del país. El primer número del Semanario de Agricultura, Industria y Comercio, publicado por Vieytes en 1802, decía: «Las inagotables minas del Cerro de Potosí, los riquísimos criaderos de aquellas mazas enormes de plata maciza que ha dado Guntaiava ni los poderosísimos panes de oro del Río Tipuani, serán nunca comparables con el inagotable tesoro que pueden producir nuestros dilatados campos«. Y a explotar y desarrollar esa riqueza, a sustraerla al monopolio español, a manejarla inteligentemente por sí mismos, tendieron desde entonces los esfuerzos de los mejores hombres de la época, que, al efecto, se armaron de un rico arsenal de ideas exactas y claras acerca de la situación. Se llamaban patriotas, pero la sociedad que los congregaba titulábase «patriótica y económica». Si esto no bastara para distinguirlos de los patriotas de hoy día, véase en qué términos se expresaba El Telégrafo Mercantil respecto del aprovechamiento de la carne: «Debemos suponer que se pierde la carne de 400 a 450.000 cabezas, que se pudiera aprovechar en charque, tasajo y embarrilado en salmuera, pues aunque hay al presente 7 u 8 individuos que practican esta manufactura y comercio, no son todavía suficientes para aprovechar los desperdicios que se notan, con dolor de los fieles patriotas».
Todo señala en aquella época el advenimiento de la clase propietaria nativa a la conciencia de sus intereses económicos que, por entonces, eran también los del país en general. El poeta Labardén adorna el primer número del Telégrafo Mercantil con una oda al Paraná, que celebra su bondad y su grandeza y le pide que dé paso a las naves y riegue los sedientos campos. «Tanto una nación vale -quanta plata maneja- -quanto el comercio es grande«, dice otra oda que aparece en el N° 2 del mismo periódico. El Semanario de Vieytes fue órgano de las ideas económicas más adelantadas; estudia el aprovechamiento de la lana que entonces no se exportaba por defecto de embalaje, pide el ensanche de las fronteras, sostiene la conveniencia de dar la tierra gratis a quien quisiera poblarla o explotarla, condena el exceso de moneda como una riqueza improductiva, denuncia la esclavitud como causa de atraso económico, honra los oficios manuales.
El carácter burgués de tan sana prédica se revelaba, sin embargo, en el continuo lamento sobre la elevación de los salarios, y el insistente consejo de hacerlos bajar haciendo que los trabajadores se vistieran de telas burdas fabricadas en el país y no de los caros géneros importados. «Si las mujeres y sus pequeños hijos», decía el Semanario «en lugar de no hacer uso alguno de sus manos, las convirtiesen a la rueca, al torno y al telar, y surtiesen de este modo a la familia del grosero vestuario que exige su profesión: entonces sí, que sobre desaparecer enteramente la vergonzosa ociosidad, veríamos baxar de improviso el trabajo de las manos».
Se comprende que quienes entraban en tan finas disquisiciones sobre el fomento de su riqueza vieran bien claro el daño que hacía al comercio del país su monopolio por España, lo que se hizo aún más evidente cuando las invasiones inglesas dejaron sentir por un momento los beneficios del comercio libre.
La «burguesía decente», como dice el historiador López, aprovechó, pues, la primera oportunidad y sobrevino la Revolución con sus propósitos netos, a pesar de la oscuridad de sus intenciones aparentes; no se trataba de realizar sueños de libertad, ni de democracia, sino de obtener la autonomía económica del país, y este fin primordial supo realizarlo la inteligencia y energía de la dirección revolucionaria. Comprendiendo la gran necesidad política del momento, los prohombres de 1810 no se ocuparon de derrocar dinastías, ni de proclamar constituciones; más aún: por mucho tiempo los principales de ellos abrigaron el propósito de mantener el gobierno monárquico; pero sin miramientos por los privilegios de la metrópoli, establecieron de hecho la independencia comercial del país, que un órgano, la Gazeta de Buenos Aires, defendía en estos términos: «Todo es más sufrible respecto de las Américas que el monopolio de la metrópoli. Decir a quince millones de hombres: vuestra industria no ha de pasar del punto que a nosotros nos acomode; habéis de recibir quanto necesitáis por nuestras manos; habéis de pagar más por ello, que si lo buscarais vosotros, y ha de ser de peor calidad que lo que pudierais tomar de otros a más baxo precio; vuestros frutos se han de cambiar solo por nuestras mercaderías, o con las de aquellos a quienes querremos vender este derecho de monopolio y antes se han de podrir en vuestros campos, que os permitamos sacar otro partido de ellos; decir esto… me parece un fenómeno, el más extraordinario en política… Los americanos son iguales a los españoles: si éstos tienen facultad de vender sus frutos al mejor comprador, escogiéndolo entre todas las naciones que pueden venir a su mercado, y eligiendo entre los productos de la industria de todos los otros pueblos lo que más les acomode para trocar los suyos, quererlos tener sujetos al monopolio contrario a estos derechos es una injusticia que ninguna ley puede autorizar«.
Así vemos al progreso económico, en cuanto era bien comprendido, dar lugar a una lucha política, la lucha por la independencia, que condujo a su vez a nuevos progresos.
Veamos ahora el mismo progreso económico, en cuanto no era comprendido, dar lugar a una lucha social regresiva que asoló el país por espacio de muchas décadas.
Desde que a fines del siglo pasado hubo subido el valor de los frutos del país, los señores de las ciudades dedicaron mayor atención a la explotación del suelo y del ganado que en él se había criado. Juntó con los reiterados votos porque se ensancharan las fronteras, se hacían cálculos sobre la explotación metódica de las tierras por ocupar. En 1801 ya se preguntaba: «¿Quanto ganado se puede criar en una legua cuadrada, y en las cincuenta y una mil que hay en la occidental hasta el Río Negro, quantas estancias y ganado pueden caber? ¿Quantos millones de pesos dará al afío su procreo; quantos hombres son bastantes para el pastoreo atendida la inclinación, gusto y avilidad de nuestros campestres para este género de trabajos, y como podrá establecerse quanto antes un sistema fijo e invariable de economía Rural que arranque de raíz el espíritu de destrozo y bárbaro concepto de grandeza y felicidad quanta es mayor nuestra infelicidad en matar una rez o caballo sin necesidad?». Poco después el Semanario dividía la historia del país en los períodos siguientes: «1ra época. Los ganados sin pastores que velasen en su continua sujeción, desconocieron el ródeo, y atropellando los linderos que les habían fixado sus dueños se hicieron indóciles y cerriles». «2da época. El comercio dé ‘cueros al pelo’. La abundancia de ganados que no conocían dueño, favorecía admirablemente este pensamiento, y desde entonces no se pensó más que destruir y aniquilar, creyéndose autorizados para hacerlo quantos se hallaban en estado de poder subvenir a los precisos gastos de los peones que les eran necesarios para hacer unas crecidas matanzas». «3ra época. Hoy apenas se conocen unos pequeños restos de tan crecida multitud». Y a renglón seguido decía el Semanario que en la banda oriental del Río de la Plata había 500.000 cabezas de ganado alzado, y que «concediendo cuatro mil con las competentes tierras a todos los que quisiesen sujetarlo, se podrían poblar 125 estancias».
Cuando los hacendados llegaron a pensar así y a hacer esos cálculos, debían ya mirar con alarma a la población del campo, acostumbrada a una vida libre y bárbara. Los campesinos no eran propietarios, pues la propiedad de las tierras había sido conferida, por compra o por «mercedes reales», a los señores de la ciudad pero cuando los campos «realengos» o sin dueño eran muchos, cuando las ovejas no valían nada, y la principal industria del país eran las «volteadas», en que se mataban las vacas nada más que por el cuero.
Con el desarrollo económico del país y el aumento del valor de cambio de sus productos, por la facilidad de su exportación, las cosas cambiaron. Las publicaciones de principios del siglo hablan del estado miserable de los trabajadores rurales del Río de la Plata. Sosteniendo la necesidad de fundar capillas en la campaña oriental, se escribía entonces: «¡Infeliz campaña! ¡O miserables habitantes de ella! No os admiréis de que os trate así. También os acompañaré a quexaros y lamentaros de que a la vista de vuestros compatriotas que encadenan vuestros intereses temporales… Quejáos de que los ciudadanos aislados en sus opulentas casas devoren vuestros sudores, y no os envíen en retorno consuelos espirituales. Morid, os dicen… Morid sin Religión. Vivan vuestras generaciones ignorantes de ella, porque vuestros vicios son el ámbar de nuestras habitaciones y enriquecen nuestra bolsa. . . «. Por lo mismo que estas palabras no estaban destinadas a ser oídas por los campesinos, no se puede dudar del fondo de verdad que encierra. Por su parte, el deán Funes denunciaba la mezquina paga que recibían las pobres tejedoras de la campaña de Córdoba.
Al mismo tiempo, de la campaña uruguaya, donde habían aparecido cuadrillas de salteadores, se preguntaba: «¿Cómo se podrán acabar, quanto antes, los vagos, y ladrones para que prospere el campo?». En Tucumán eran «bandoleros, holgazanes y malentretenidos«; «quatreros» en Santa Fe y «bandas de foragidos» en los alrededores de Buenos Aires.
¡Cuál sería la situación del pueblo de las ciudades cuando la mayor parte de los oficios eran ejercidos por esclavos! Lo indica el hecho de que la «Sociedad Argentina Patriótica y Económica» excluía expresamente de su seno «a los que por sí mismos exercen oficios viles y mecánicos». El mismo Mariano Moreno, que declamaba a veces de Rousseau, pudo decir en su famosa «Representación de los Hacendados»: «¡Qué concepto tan favorable formarán los demás pueblos de nuestros comerciantes, cuando sepan que puestos en el empeño de influir sobre un proyecto económico relativo al comercio del país, no encontraron gremio a quien asociarse… sino el de los herreros y zapateros! ¡Qué mengua sería también para nuestra reputación si llegase a suceder que en los establecimientos económicos de que pende el bien general… se introdujesen a discutir los zapateros!».
Así es que el 25 de Mayo de 1810, mientras 200 personas «de la parte principal y más sana del vecindario», según rezan los documentos de la época, daban el paso decisivo hacia la independencia, toda la agitación popular se reducía a unos 100 hombres, dice Mitre, «manolos» llevados del barrio del Alto por French, «agente popular» de Belgrano, y «ciudadanos más decididos» llevados por Berutti, «agente popular» de Rodríguez Peña, estacionados frente al Cabildo. Ese fue el pueblo que aclamó a la Junta, y que, durante las deliberaciones «vociferaba», según López, dirigido por los caudillos secundarios de la revolución.
Pero si el pueblo no estaba preparado para tomar una parte consciente en la lucha por la Independencia, y no hizo en ella más que seguir los designios de la clase dominante, le sobraba disposición para levantarse contra ésta en defensa de su modo tradicional de vida. Así nacieron las guerras civiles que a partir de 1815 desolaron el país.
Las montoneras eran el pueblo de la campaña levantado contra los señores de las ciudades. Las Memorias del general Paz, que tan gran papel tuvo en esas guerras, pintan bien a las claras su carácter de lucha de clases, de «los pobres contra los ricos«, de «la parte ignorante contra la más ilustrada» de «la plebe contra la gente principal«. La población de la campaña en masa estaba con los caudillos. Artigas, Ramírez, López, Bustos, Quiroga fueron los jefes de la insurrección del paisanaje contra el odiado gobierno burgués de Buenos Aires. Los gauchos no eran «un pueblo lleno de la conciencia de sus intereses y de sus derechos políticos», como lo pretende el historiador López, y lo creen quienes toman en serio el mote aquel de «Federación»; no eran tampoco una «inmunda plaga de bandoleros alzados contra los poderes nacionales», como dice el mismo historiador. Era simplemente la población de los campos acorralada y desalojada por la producción capitalista, a la que era incapaz de adaptarse, que se alzaba contra los propietarios del suelo, cada vez más ávidos de tierra y de ganancias.
Los gauchos eran el número y la fuerza, y triunfaron. Pero su incapacidad económica y política era completa, y su triunfo fue efímero, más aparente que real. Pretendían paralizar el desarrollo económico del país, y mantenerlo en un estancamiento imposible, precisamente cuando la valorización de la lana estimulaba más ese desarrollo, y cuando los buques a vapor empezaban a cruzar el Atlántico. El matiz de fanatismo religioso de que se tiñó en ciertos puntos el movimiento campesino, señala también su sentido retrógrado.
Desde que López, Cullen, etc., tuvieron estancias, también en Santa Fe los que se apoderaban en el campo de una vaca fueron perseguidos como cuatreros; y en Buenos Aires, donde había triunfado el Partido Federal, Rozas supo mantener sujetas las mismas masas populares en que se apoyaba, como supo hacerse el que respetaba la Federación mientras retenía y manejaba todo el producto de la gran aduana del país. Poco a poco la población campesina fue domada por los mismos que ella había exaltado como jefes, y de toda esa lucha no resultó nada permanente en bien de quienes la habían sostenido; los campesinos insurreccionados y triunfantes no supieron siquiera establecer en el país la pequeña propiedad. Para ellos, ésta hubiera sido, sin embargo, el único medio de liberarse efectivamente de la servidumbre y el avasallamiento a los señores; como establecer la pequeña propiedad hubiera sido el modo más eficaz de oponerse a las montoneras, y de cimentar sólidamente la democracia en el país. Bien lo comprendió el Cabildo de Montevideo, cuya campaña fue el teatro de los primeros alzamientos, al encargar a sus delegados a la Asamblea Constituyente del año 14 que pidieran el reparto «entre los padres de familia pobres y ‘hacendosos’ de «los inmensos terrenos aglomerados sin título, que completamente incultos en manos de algunos detentadores», así como la distribución gratuita de las tierras de las grandes estancias llamadas «del Rey«.
Pero el gobierno de los hacendados de Buenos Aires estaba ya demasiado ocupado en reglamentar las matanzas y volteadas y en aprovechar los terrenos «realengos» de un modo capitalista, para pensar en esas cosas. Sólo más tarde, cuando la insurrección de los campos la puso en apuros, la burguesía porteña legisló, proyectó, habló de planos topográficos y de registros estadísticos destinados a facilitar el reparto de las tierras. Pero éste nunca fue efectivo, hecho en la única forma prácticamente posible, la de repartir las tierras del campo, en el campo, a los pobladores del campo. Porque pretender o esperar que estos vinieran a rendir pleito homenaje a la burocracia criolla de la ciudad, era tan absurdo o fantástico como que los gauchos se vistieran de levita. Rozas fue el único que repartió realmente tierras entre los pobladores de la campaña, mandando cumplir en 1832 un decreto de Viamonte, de 1829, para que el comandante general de campaña repartiera gratuitamente los campos del Azul entre sus pobladores, a razón de tres cuartos de legua por suerte de estancia.
La incapacidad de la población campesina para posesionarse regularmente del suelo, la legislación tendiente a desalojar a los ocupantes sin título, la mala y corrompida administración que siempre ha preferido los concesionarios menos dignos de confianza a los ocupantes reales de la campaña, y la ineficacia de toda legislación para impedir el acaparamiento de la tierra, han conducido a la consolidación y al desarrollo de la clase de los grandes terratenientes, que constituye todavía el elemento dominante en el país.
Aquí debo poner fin a mi análisis del pasado argentino, pues apenas dispongo de tiempo para mencionar la lucha contra el despotismo de Rozas, sostenido, según Alberdi, por «el partido de la multitud plebeya»; las diferencias ulteriores entre Buenos Aires y el interior, en que la principal prenda discutida era la primera aduana del país y el período de la inmigración fomentada por el Estado, el cual, dando al mismo tiempo un valor ficticio y puramente de especulación a las tierras públicas recientemente adquiridas, ha practicado sin saberlo la colonización capitalista sistemática.
Lo dicho basta para probar que la base de la historia argentina ha sido la evolución económica; que ésta explica sus fases luminosas como sus fases sombrías; que las agrupaciones políticas de acción más eficiente en la historia argentina son las que han representado un interés económico más general y más bien entendido.
¿Cómo es, pues, que, salvo muy modestas excepciones, los partidos argentinos carecen hoy de todo propósito económico conocido?
Preguntamos cuáles son sus ideas a los hombres más importantes de nuestra llamada política; todos nos dicen lo mismo: el bien de la patria, el engrandecimiento nacional, la honradez administrativa. la moralidad política. Se ha llegado hasta proclamar que entre nosotros no hay lugar a cuestiones económicas que dividan la opinión.
Todo se reduciría a saber quién es el hombre capaz de hacer la felicidad del país. Y si esto no es suficiente razón de ser para partidos serios y orgánicos, da origen al menos a una gran variedad de facciones. Los unos, muy ufanos de no haber arruinado por completo al país en muchos años de gobierno creen indispensable que ellos lo sigan gobernando. Los otros piensan que el país necesita, ante todo, algo que ellos tienen, llamado civismo, para propinarle lo cual quieren a su vez apoderarse del gobierno. Otros, por fin, que personifican la virtud, y en su desprecio por la virtud de los demás llegan a veces hasta la intransigencia. creen también que su propio advenimiento al poder es la gran necesidad pública del momento.
Con semejantes ideas, nada tiene de extraño que las facciones argentinas se valgan de todos los medios para, llegar al triunfo, pues bien patrióticos son el fraude y la revuelta si han de dar al país tanta cosa buena.
De ahí el cuadro de nuestras costumbres políticas, tan triste para los que no creen en ese gobierno, ese civismo y esa virtud que no tienen, por otra parte, el poder de interesar al pueblo, pues para la gran mayoría de éste la vida política es nula, sobre todo para la población extranjera.
Coincidiendo con una época de activo desarrollo económico, este estancamiento de nuestra vida política llama especialmente la atención; pero es bien explicable si se atiende a la complejidad del proceso de la historia, que hace posible, por épocas, la disociación de sus elementos. Ya hemos visto que las cosas necesitan ser prácticamente comprendidas para que influyan en un sentido progresivo como factores históricos. En los últimos treinta años nuestro progreso económico ha sido inmenso: la raza de los ganados argentinos ha mejorado, la gran agricultura se ha radicado en el país, se ha construido una extensa red de ferrocarriles, se han cavado puertos, nuestro comercio ha tomado un gran vuelo, han inmigrado al país millones de hombres y capitales extranjeros. Pero nos falta la conciencia de los efectos de todos esos cambios sobre la sociedad argentina, y por eso nuestra política no progresa. Me halaga el creer que esta conferencia es ya una manifestación de la nueva conciencia política.
Y si la marcha de la industria y el comercio debe interesar profundamente al más ideólogo de los políticos, la marcha de la política debe interesar otro tanto a los menos ideológicos de los habitantes del país, pues el retardo del desarrollo político se traduce a su vez en un retardo del desarrollo económico. Si en la República Argentina las ovejas tienen tanta sarna, si de sus millones de vacas apenas se exidorta un poco de manteca, si la tierra tiene todavía tan poco valor, si los salarios son tan bajos, es porque en su política no hay intereses legítimos en juego, y sólo la mueven mezquinos intereses de camarilla.
El progreso económico nos ha incorporado de lleno al mercado universal, del que somos una simple provincia. Esa división internacional del trabajo exige que hagamos inteligentemente nuestra propia gerencia, si queremos conservar nuestra autonomía. Si, atentos únicamente al lucro inmediato, olvidamos que en las sociedades modernas cada hombre tiene un papel político que desempeñar, seremos una simple factoría europea, con una apariencia de independencia política, hasta que quieran quitárnosla, o alguna nación más fuerte nos acuerde su humillante y cara protección.
No disculpemos nuestro atraso diciendo que somos una nación joven, ni con las condiciones especiales del país. El pueblo de Nueva Zelandia, agrícola y pastoril como el nuestro, y con una historia de pocas décadas, tiene instituciones y costumbres políticas que ya otros pueblos imitan. En la Unión Americana, los estados últimamente constituidos en el Far West se dan las constituciones más libres y establecen las prácticas políticas más adelantadas. En la misma Colonia del Cabo, país de negros, cuya población blanca está dividida por cuestión de razas, la política es un modelo al lado de la nuestra: en las elecciones de marzo del corriente año triunfó allí el partido progresista, cuyo programa es la libre introducción de los productos alimenticios, la educación obligatoria, el impuesto sobre el alcohol, la restricción de la venta de licores a los nativos, el desarrollo ferrocarrilero y un voto anual u otro para la defensa marítima del Imperio Británico.
Si nuestra política es nula o contraproducente, como parece indicarlo el desprecio con que muchos hombres de pocos alcances hablan entre nosotros de la política en general debe ser porque políticamente somos un pueblo ignorante y bárbaro, porque recibimos la inmigración de pueblos que tampoco tienen educación política.
Necesitamos, ante todo, que cada grupo social adquiera conciencia de sus intereses políticos.
Contra lo que se afirma comúnmente, en nuestro país las agrupaciones sociales son tan definidas y tan netas, que cualquiera las distingue a simple vista con más facilidad que a un autonomista de un cívico, o un radical, aunque los conozca íntimamente y los siga en sus enredadas contradanzas políticas.
Hay quienes producen para la exportación y quienes para el consumo: en general, los unos tienen el más claro interés en fomentar el comercio exterior del país, los otros en restringirlo.
Hay propietarios que quieren mantener todos los privilegios inherentes a la propiedad legal del suelo, y arrendatarios interesados en que la ley favorezca su ocupación y cultivo efectivos.
Pero estos dos antagonismos no serán fecundados mientras no se declare otro más fundamental, el antagonismo político entre capitalistas y asalariados, la gran lucha de clases que empuja hacia adelante a las sociedades modernas. La palabra no es nueva para nosotros: ya conocemos el carácter de las guerras civiles que tuvieron su acmé en el año veinte. Esa lucha fue inconsciente, velada en parte por ilusiones y fórmulas políticas, no se hablaba de lucha de clases, aunque la lucha fue llevada a sus últimos extremos; luchaba una clase campesina reaccionaria y bárbara contra una clase propietaria, aristocrática y codiciosa. Ahora la lucha de clases es un principio político proclamado en todo el mundo civilizado, es una lucha calculada y prevista entre clases conscientes de su situación respectiva y de las necesidades del progreso histórico. Así que esa gran contienda se desarrolle entre nosotros, la gran propiedad territorial será para nuestro país una razón de rápido desarrollo económico, político, en lugar de ser, como ahora, un motivo de atraso y despoblación. Los capitalistas verán que todo no está dicho cuando en Buenos Aires el corso de Flores es mejor que en Niza y la Opera tan espléndida como en París: tendrán que justificar de otro modo su situación privilegiada y su título de clase «dirigente» y ocuparse de «política», de algo muy distinto de lo que hoy llaman así. Entonces será cuando luchen librecambistas y proteccionistas, propietarios y arrendatarios, cuando el pueblo trabajador no mire con indiferencia cercar los campos o introducir la máquina de esquilar, exija que a todo adelanto en la producción corresponda una mejora de su modo de vida, y vaya así reuniendo fuerzas para su desarrollo ulterior.
Así se formarán entre nosotros los grandes partidos, de los cuales yo no puedo representar ninguno aquí.
Pero, explicando la teoría científica de la historia, debo indicar el criterio general que ella me sugiere para juzgar la marcha económico-política de un país.
Yo diría que el coeficiente del progreso histórico, en su carácter complejo de progreso económico y político, material e intelectual, es el mejoramiento mensurable de la situación de la clase trabajadora. Digo mensurable, para excluir de la cuenta las glorias de la patria, las satisfacciones del honor nacional, el orgullo de ser gobernado por héroes, la esperanza de un porvenir mejor, otros ítems que suelen pesar demasiado en la apreciación de la marcha de los negocios públicos, porque tienen el inconveniente de no ser mensurables. No hay que contar sino los cambios que registra la estadística y pueden ser representados en diagramas: el aumento de los consumos, el alza de los salarios reales, el aumento del porcentaje de niños que van a la escuela y de las personas que frecuentan las bibliotecas, la disminución de la mortalidad y de la criminalidad, el desarrollo societario con fines de socorro mutuo, de cooperación, etcétera.
A la realización de todo esto no concurre el parásito que malgasta el producto del trabajo ajeno, ni el lumpenproletariat, el proletariado de andrajos, que constituye actualmente el grueso de la masa electoral argentina.
Pero concurren todos los esfuerzos que se hagan por aumentar la productividad del trabajo introduciendo mejoras en la producción y el cambio; concurre el Estado, dando condiciones equitativas a los trabajadores que emplea, y respetando a los demás en sus disidencias con los patrones concurre sobre todo el mismo pueblo trabajador, adquiriendo hábitos de asociación y luchando por las reformas que necesita.
¿Qué hacer, pues, para vigorizar nuestra vida política?
El medio no consiste en darse tal o cual denominación de partido, sino en enseñar al pueblo trabajador a pedir las reformas que han de aumentar su bienestar mensurable y en prepararlo para sostenerlas en la lucha política.
Esas reformas son las que necesita el país en general para seguir el camino trazado por las naciones más adelantadas, para ser económicamente próspero y políticamente libre, para atraer la buena inmigración y poblarse.
Nuestro pésimo sistema monetario es una calamidad para el pueblo y una rémora para el país, aunque puedan creerlo muy bueno los capitalistas criollos, que ven en él un medio fácil de aumentar sus ganancias deprimiendo los salarios. Todo el que trabaje por la valorización de la moneda y el establecimiento de un régimen monetario normal, llenará la función política más importante del momento.
Como la llenará quien combata nuestro sistema tributario que hace pagar al pueblo trabajador los gastos del Estado, arrancándole impuestos de consumo sobre los más indispensables artículos. Hay que pedir un impuesto nacional sobre la propiedad territorial, que reemplace los que hoy se pagan por comer arroz o ponerse camisa. Destinada a ese fin y con carácter permanente, la contribución directa nacional es mil veces más urgente y sería mil veces más ventajosa para el país que la propuesta recientemente por el señor Castex, aunque fuese menos ostensiblemente patriótica. Hay que reclamar para todos los niños la educación elemental efectiva; hay que pedir la higiene y la seguridad en el trabajo; hay que sostener, en una palabra, todas las reformas de aplicación inmediata necesarias para la elevación del pueblo trabajador, que deben ser comprendidas y apoyadas por éste, pues si el pueblo trabajador no las aplicara por sí mismo, serían ilusorias.
Con el mejoramiento mensurable de la situación del pueblo se elevará nuestro coeficiente de progreso histórico, y todo lo demás nos será dado por añadidura.
Tendremos moral política, porque desde luego se habrá formado lo que todavía apenas se ha visto en este país, una opinión activa que no aspire inmediatamente al gobierno, y que vaya de buena fe a las elecciones, sabiendo que no es la mayoría.
Tendremos más vida y carácter nacional, porque los extranjeros se incorporarán a nuestra vida política y porque una nación trabajadora consciente es la que puede defenderse de las imposiciones del capital extranjero, del capital cuyos dueños están fuera del país, que ya abarca nuestros principales medios de transporte.
Tendremos orden, pues la sana conciencia política del pueblo es el mayor obstáculo a las estériles chirinadas con que las facciones actuales pretenden defender la libertad, y porque la revuelta no nace en un pueblo bien alimentado y vestido, como el inglés, sino en un pueblo hambriento, como el italiano.
Y también tendremos ideales. No es necesario profundizar mucho los problemas sociales para comprender que hay desigualdad, para sentir que hay injusticia. No es posible explicar al pueblo trabajador sus intereses inmediatos más simples, sin hacerle comprender su situación de clase explotada. No es posible hacer política científica sin despertar ese espíritu crítico que pone todas las instituciones en tela de juicio. Contra los miopes que ven en la hipocresía un medio de conservación social, no temamos esa crítica. Al contrario, ampliémosla, seguros de que, mientras sea libre y contradictoria, no puede producir ningún mal. Y de ella nacen ideas nuevas, hipótesis de reconstrucción social, ideales de paz y de justicia que desalojan los viejos ideales religiosos, anodinos y estériles. Es como los latinos podemos llegar a superar a los anglosajones, con tanta razón orgullosos de la superioridad que les han dado el carbón y el hierro de sus países, la libertad y el racionalismo relativos de su religión. La ciencia necesita de hipótesis, pero sólo saca fruto de ellas mientras no las cree ciertas y se empeña en comprobar su verdad. Así también la política científica cuenta con los ideales; pero no con los ideales hostiles a una palabra o inseparables de ella, que no existen en la intención, sino en la creencia, que paralizan o matan. Los ideales que empujan al mundo, y con que cuenta la política científica, son los ricos en móviles de vida y de acción, los ideales fecundos que se traducen en hechos.