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ARCHIVO OBRERO

Carta de París a Madrid (25/2/1886)

Publicada en El Socialista n° 1, 12 marzo 1886, pp. 2-4. 

París, 25 de febrero de 1886.

Los sucesos políticos a que ha dado lugar la huelga tumultuosa de los mineros de Decazeville son de una trascendencia tan evidente para la causa del Proletariado francés, es decir, para nuestra causa, que me contentaré con referirlos sin otro género de preámbulo.

A fines del pasado mes de enero los trabajadores de las minas de Decazeville, departamento del Aveyrón, se declararon en huelga reclamando la cesación de ciertos escandalosos abusos en la valoración de los destajos, que mermaban cerca de la mitad el jornal de los mineros, la abolición de las multas y el pago por quincenas en vez de mensual, o por mejor decir, con dos meses de atraso, pues el trabajo de un mes no se paga en aquellas minas hasta fines del mes siguiente.

El ingeniero jefe de las minas de Decazeville, un tal Watrin, hombre aborrecido de toda la población minera por su carácter despótico y más que nada por las insoportables exacciones que inventaba diariamente—exacciones que le valían una pingüe gratificación de la Compañía explotadora—acogió la demanda de los huelguistas como tenía por costumbre, con altanería y sin dejar entrever a los infelices mineros el menor rayo de esperanza.

No se necesitaba más para exacerbar los ánimos de una población que por espacio de siete años había sufrido la opresión y la rapacidad de un hombre que les quitaba literalmente el pan de la boca. La miseria es efectivamente espantosa en Decazeville.

Las mujeres de los mineros principalmente habían llegado a una exasperación tal, que al ingeniero del Gobierno, que les aconsejaba la calma, respondían:

—¡La calmal… ¡Si no tenemos pan que dar a nuestros hijos!

El desenlace de este drama del trabajo era fácil de prever, y el autor de tanta miseria no fue el último en preverlo. Viéndose perdido, refugióse en una casa contigua al Establecimiento, acompañado del alcalde, del ingeniero del Gobierno y de otras personas conocidas de la localidad, que le servían como de escudo. Los irritados mineros, no atreviéndose a derribar la puerta, acercaron a la pared una escalera de mano, treparon por ella, y entrando en el primer piso de la casa se apoderaron de Watrin y lo arrojaron por el balcón a la calle, acabándolo los que estaban abajo con piedras y barras de hierro.

¡Justo castigo de uno de los más odiosos explotadores de la miseria obrera!

* * *

Tan luego como llegó a París la noticia telegráfica de este trágico suceso, el ciudadano Basly, minero del Norte, cuya admirable conducta durante la célebre huelga de Anzin está presente en la memoria de todos, y que fue elegido diputado por París en las últimas elecciones, salió para Decazeville con objeto de juzgar por sí mismo la situación y saber la verdad de lo sucedido, que el telégrafo oficial, ayudado de la Prensa burguesa, empezaba a disfrazar. No necesito añadir que al diputado obrero había precedido la justicia de los explotadores, escoltada de esbirros de todas armas que desde luego ocuparon militarmente la población e hicieron numerosas prisiones.

El ciudadano Basly no tardó en convencerse que lo que tanto escandalizaba a la clase capitalista y a sus órganos asalariados—que no están acostumbrados aún a estos ejemplares—era simplemente un acto de justicia, la explosión natural de un sufrimiento largo tiempo comprimido, el fuego grisú de la esclavitud proletaria.

De regreso a París, Basly se apresuró a anunciar al Gobierno su intención de interpelarle sobre los sucesos de Decazeviile; pero semejante interpelación molestaba singularmente a sus colegas de la extrema izquierda, que lograron convencerle de que aplazase su proyecto hasta la votación de la amnistía, o sea hasta la semana siguiente, esperando, sin duda, que durante este tiempo variaría de parecer.

Pero no contaban con la firmeza del antiguo minero, ni con la intervención de la Aglomeración parisiense del Partido Socialista Obrero francés, en cuyas ideas el diputado obrero debía naturalmente inspirarse. Nuestros amigos de la Aglomeración parisiense organizaron, en efecto, una gran reunión pública a beneficio de las familias de los presos de Decazeville, para el domingo 7 de febrero, cinco días antes del fijado para la interpelación de Basly, quien se ofreció a presidir la citada reunión.

Esta tuvo lugar en el teatro del Château d’Eau, uno de los más vastos de París, con el concurso de cerca de 5.000 perdonas. El ciudadano Basly, después de haber hecho profesión pública de sus ideas socialistas y revolucionarias, se comprometió solemnemente a defender, desde la tribuna de la Cámara de Diputados, las reivindicaciones de los mineros y a sostener que toda la responsabilidad de la ejecución del ingeniero Watrin pertenecía a la Compañía minera.

Estas enérgicas declaraciones fueron apoyadas por el ciudadano Camélinat, obrero grabador, ex delegado de la Commune y diputado actualmente de París, y por el ciudadano Boyer, dependiente de comercio y diputado por Marsella.

Tan inesperada manifestación causó un asombro general en el campo burgués. No había duda, el rompimiento entre los diputados obreros y la extrema izquierda, en cuyas filas militaban, era inevitable, y la formación de un grupo socialista obrero en la Cámara parecía inminente.

Sin embargo, todo no estaba perdido. Había esperanzas de que, llegado el momento, faltaran a Basly la entereza, la sangre fría y la abnegación necesarias para cumplir lo ofrecido en el meeting del Château d’Eau.

Es verdad que los políticos de la burguesía olvidaban un hecho, o le atribuían escasísima importancia: la formación de un partido socialista obrero, con una organización, con una aspiración definida, profundamente transformadora y revolucionaria, con un programa determinado y con un ejército de reserva, cuyas masas constituyen la fuerza, la razón de ser de los tres de la minoría socialista obrera de la Cámara actual.

* * *

Llegó el día 11, señalado para la interpelación de Basly, día memorable que figurará como gloriosa etapa en la marcha triunfante hacia la revolución social. Las tribunas estaban completamente llenas, como en los días de grandes luchas parlamentarias.

«M. Basly tiene la palabra», anunció solemnemente el presidente Floquet.

Y un joven, delgado, de cabellos rubios, de facciones enérgicas y que no carecían de distinción, vestido de una americana ceñida al cuerpo, dirigióse con paso firme a la tribuna.

Sin apresurarse, con perfecto aplomo, cual si estuviese en su casa, el minero Basly colocó sus papeles sobre el mármol de la tribuna y aguardó a que se estableciese el silencio.

Al fin empezó el discurso siguiente, que extractaré lo más extensamente posible, sintiendo que la falta de espacio no me permita publicarlo íntegro:

«Señores: Cuando anuncié mi interpelación al Ministro de Obras públicas, los informes que yo había tomado en Decazeville y los telegramas que recibía de aquella localidad presentaban la situación como muy grave y una nueva explosión como inminente.

»Si esta explosión no se ha producido todavía, no por eso es menos de temer, y la prueba de ello es que si el trabajo continúa es bajo la protección de las bayonetas. Las tropas están acampadas en Decazeville, lo cual prueba que el Gobierno y la Compañía temen una nueva sublevación.

»Señores, si la Compañía no temiese nuevas reivindicaciones, si no temiese ver su conducta, sus procedimientos, provocar nuevas violencias, no solicitaría el apoyo de las bayonetas. (Rumores.)

»La Administración de aquellas minas tiene, pues, conciencia, no sólo de su impopularidad, sino de sus exacciones, puesto que, como los bandidos de la Sicilia, opera a mano armada.» (Ruidosas exclamaciones.)

El orador contesta a varias interrupciones de la derecha y del centro, y a los que lo tachan de poco instruido porque lee algunos pasajes de su discurso, replica:

«Sí, lo leo, y si vosotros hubieseis trabajado como yo dieciocho años en el fondo de las minas, tal vez no seríais capaces ni siquiera de leer.» (Rumores.)

Y continúa así:

«Pero no se trata solamente de seguridad pública; trátase de moralidad política, de justicia social.

»Señores, lo que sucede hoy no es nuevo y mi deber consiste en exponeros la verdadera situación de los trabajadores.

»Este es el objeto principal de mi interpelación.

»Me propongo demostrar:

»1.° Que el Gobierno no ha hecho nada por evitar la explosión de Decazeville;

»2.° Cuáles son las quejas de los mineros,

»Y 3.° Cuál es la naturaleza del acto consumado en Decazeville.

»El Gobierno no ha hecho nada, y lo pruebo. Vuestros agentes, Sr. Ministro, os habían advertido de lo que iba a suceder, y no habéis tomado ninguna medida.

»Tengo derecho a decir, antes de abordar otro orden de ideas, que el Gobierno estaba avisado, y que por su impericia es responsable de lo que ha sucedido. (Murmullos.)

»Llego al segundo punto, que es el más importante, y consiste en exponer a la Cámara las condiciones en que trabajan los mineros.

»He aquí sus quejas:

»En primer lugar, se les obliga a otorgar un crédito de dos meses a la Compañía, que no les paga, por ejemplo, hasta el 28 de febrero los salarios del mes de enero, lo cual equivale a un empréstito forzoso y sin interés de 300.000 francos que la Compañía saca de sus obreros.

»De suerte, que cuando un obrero entra en las minas de Decazeville trabaja el primer mes y no recibe lo ganado en este primer mes de trabajo hasta vencido el segundo. Ahora bien: con el salario mezquino que ganan los obreros, yo os pregunto si es posible vivir. Esta es una manera de mantenerlos bajo el yugo, porque así están siempre empeñados…

»Yo podría citar numerosos casos ¡robos! sobre el precio convenido al empezar un trabajo.

»Voy a explicaros ahora el modo como procedía el ingeniero Watrin con sus obreros: bajaba por la mañana a los pozos, y, como un hombro muy de bien, preguntaba a los mineros cuánto recibían por extraer tantas toneladas de carbón, y acababa por decirles:—No ganan ustedes bastante; están ustedes en la miseria.—Y por la tarde llamaba al jefe de la mina y le obligaba a reducir los precios convenidos con los trabajadores.

»Esto constituye un robo puro, condenado por el Código Penal.

»Yo he tenido en mis manos bonos de un mes que por un trabajo de 160 francos habían quedado reducidos a 34. ¿Qué es esto sino una estafa caracterizada?

»Pero al cabo los trabajadores tuvieron conocimiento del papel que representaba Watrin, y que consistía, lo repito, en obligar a los jefes de la mina a disminuir, a reducir los precios convenidos de antemano. Supieron además que M. Watrin había ideado reducir, al cabo del mes, el salario que el obrero había ganado, y esto sin dar conocimiento al obrero. Me explicaré: el obrero creía recibir, con arreglo a la cantidad de trabajo realizada, cierta cantidad de dinero; pero M. Watrin se permitía algunas veces reducirla a la mitad, sin advertir a los interesados y sin dar ninguna explicación.»

El orador pasa a tratar de la Sociedad llamada cooperativa, fundada y administrada exclusivamente por la Compañía, sin ninguna intervención de los trabajadores, y cuyo capital de establecimiento ha sido, no obstante, creado con el 25 por 100 que la Compañía descontara del salario de los obreros. Las Sociedades cooperativas sólo sirven a la Compañía para reducir el salario del obrero y para mantenerle más estrechamente en la esclavitud, pues de este modo la Administración no paga casi nunca al trabajador en dinero, sino en mercancías, obligándole, para vivir, a surtirse de sus tiendas.

«En presencia de tan insoportables abusos—añade el orador—¿quién se atreverá a sostener que el conflicto que estalló quince días ha, y que ha costado la vida a un ingeniero, no estaba más que motivado?» (Exclamaciones e interrupciones violentas.)

El ciudadano Basly lee un informe del ingeniero del Gobierno, en que se afirma que «las causas de los sucesos de Decazeville deben buscarse en la miseria general de la industria y de los obreros del Aveyrón»; y el orador exclama:

«Pues bien; la cesación de esta miseria, que será causa de nuevas conmociones, es lo que yo vengo a pedir al Gobierno, y esto en plazo breve, renunciando a la culpable inacción en que se mantiene respecto de la más desgraciada de las poblaciones.

»Probablemente el Sr. Ministro va a parapetarse detrás de las circunstancias dificultosas que atraviesa la Sociedad de las Minas y Fundiciones del Aveyrón, y a recordarme que esa Sociedad ha repartido este año a sus accionistas un dividendo de 1 1/2 por 100.

»Permitidme que no gaste toda mi compasión en provecho de esos pobres accionistas y os haga observar que es tanto más injusto el obligar al minero a que participe de las pérdidas en los años malos, cuanto que no se le admite a la participación de los beneficios en los años más prósperos.

»En 1873, las Compañías del Pas-de-Calais distribuyeron 16 millones a sus accionistas. De esta enorme cantidad los trabajadores de las minas no palparon ni un céntimo. Me sería, por el contrario, muy fácil de probar que mientras más abundante ha sido la extracción, más han disminuido los salarios.

»El minero empleado en la extracción del carbón de piedra está, con respecto a la Compañía, en la misma situación que los caballos empleados en el acarreo del mineral. No se le paga o no se le da de comer sino en la medida que sus fuerzas son necesarias. Sin embargo, jamás las Compañías han tenido la idea, so pretexto de que los negocios no marchaban bien, de disminuir la ración de sus caballos, sepultados en vida. (¡Oh! ¡Oh!) En tanto que todo el mundo ha podido observar que se rebajaba el salario del obrero cuando se estaba obligado a continuar dando la misma ración a los animales.

»¿Por qué y cómo el hombre condenado a este trabajo subterráneo ha de valer menos que el bruto? ¿Por qué el minero ha de ser tratado peor que el caballo, y ha de ver mermado su pan y el de su familia porque los dividendos bajan?

»Lo que piden los trabajadores al Gobierno—y sobre este punto tienen tanto más derecho a pedirlo cuanto que las minas han sido concedidas gratuitamente a cierto número de capitalistas—es que el salario que les está señalado corresponda siempre a sus necesidades y a las de sus familias. El obrero quiere poder vivir trabajando, y el mínimum de salario que yo estoy encargado de reclamar corresponde precisamente a esa tarifa única que piden los tejedores de Saint-Quintin, hoy en huelga, a esos precios de serie que una parte de los obreros de París exige que el Consejo municipal haga obligatorios.

»Yo no podré creer, hasta tener pruebas en contrario, que se encuentre en esta Cámara o en los bancos del Gobierno un hombre capaz de levantarse y decir que la Sociedad que ha reducido a una clase entera de hombres a no poder vivir sino de la venta de sus brazos, debe negares a garantizar a esa misma clase un mínimum de existencia en retribución de la más penosa y más productiva de las faenas.

»Voy a pasar ahora a un punto muy delicado, que trataré con sangre fría… Pero os pido también que me dejéis manifestar todo mi pensamiento, que me permitáis decir, no sólo lo que pienso, sino lo que es. Mi prolongado trabajo en las minas me permite aseguraros que hablo por experiencia y que no afirmo ningún hecho que no haya visto por mis propios ojos.

»Pues bien, señores: en Decazeville un hombre ha perecido. Ese hombre se había atraído todos los odios y había excitado todas las iras de la población obrera y comerciante.» (Rumores.)

Muchos diputados: «¡Basta! ¡Basta!»

El ciudadano Basly: «Si hubieseis presenciado como yo sus funerales, lo hubieseis visto: ni un obrero ni un comerciante acompañaba su féretro… Watrin era detestado de todo el mundo; había sumido en la miseria toda una población. Su papel ha sido particularmente odioso. ¿Quién no lo conoce? Él es quien quitó el pan de la boca a mujeres y niños. (Nuevas protestas.) Él es el responsable de todo lo sucedido. Señores, tal es el hombre que los mineros han ejecutado…

»De varios lados de la Cámara protestan contra las palabras que acabo de pronunciar. ¿Y esos centonares de obreros despedidos sin piedad por las Compañías por haber creído en esa ley sobre los Sindicatos profesionales que vosotros habéis votado, y cuyas libretas están marcadas de un signo particular para que no encuentren trabajo en ninguna parte, condenándolos así a la miseria, o lo que es lo mismo, a muerte? ¡Ah! contra los que matan de hambre no hay leyes penales. Pues bien; esos trabajadores, esos mineros perecen también asesinados lentamente y nadie protesta. (Aplausos en algunos bancos de la extrema izquierda.)

»Entre los mineros la muerte de Watrin es considerada… no puedo por menos de decirlo… como un acto de justicia. No soy yo solo quien lo dice, son los obreros.

»Sé lo que va a objetárseme: que nadie tiene derecho a hacerse justicia. Yo soy de vuestra opinión; pero en tal caso, haced justicia a los obreros… No, nadie debe hacerse justicia a sí propio; pero con una condición: que la justicia exista. ¿Y el Ministro de Justicia, había pensado en reprimir las exacciones de Watrin? No; en tal caso debía dejar el paso libre a la justicia popular…» (Enérgicas protestas.)

El Presidente: «Señor Basly, no puedo permitir que emplee semejantes términos. Lo llamo al orden por primera vez.»

El ciudadano Basly: «Esa justicia sumaria no es, sin embargo, tan rara como algunos creen…»

El orador cita el caso de Mme. Clovis Hugues, que se hizo justicia matando en un sitio público a su infame calumniador; acto que fue aprobado por la inmensa mayoría de la Prensa, y la matadora absuelta por el Jurado.

El ciudadano Basly: «¿Por ventura la cólera de una multitud ultrajada e irritada por el hambre no es tan legítima como la cólera de un individuo?

El Presidente: «Señor Basly, lo llamo al orden por segunda vez.»

El ciudadano Basly: «Una palabra para terminar.

»El 14 de julio de 1789, ¿no fue ilustrado por la ejecución de los tiranos y de los acaparadores como Flesselles, Foulon, Berthier y los panaderos que mataban al pueblo de hambre? El pueblo paseó sus cabezas en el extremo de una pica, lo cual no impidió a la Cámara que nos ha precedido el erigir esta fecha revolucionaria en fiesta nacional… ¿Dónde está la diferencia entre este hecho y lo acaecido en Decazeville?…

»Por todos estos motivos, señores, y por otros que sería prolijo enumerar, voy a presentar una orden del día motivada.

»Todos los hechos que he señalado sobre la huelga de Decazeville constituyen, de parte de los explotadores, una serie de atentados previstos y castigados por el Código Penal.»

Un Diputado : «¿Qué artículo del Código?»

El ciudadano Basly: «Se me olvidaba que el Código no está hecho para las Compañías que despiden a sus trabajadores y marcan sus libretas a fin de que no encuentren trabajo en otras minas, dejándolos sin pan y sin abrigo y provocándoles así a sublevarse…

»Denuncio todos estos hechos al Sr. Ministro de Justicia y a la Francia obrera, y me dirijo a un Gobierno que se titula republicano para pedirle que ponga inmediatamente en libertad a los obreros detenidos, pues estos ciudadanos, aun admitiendo que sean responsables de la muerte de Watrin, se hallaban en el caso de legítima defensa.

»Tengo el honor de presentar sobre la mesa de la Cámara la orden del día siguiente:

«La Cámara,

»Considerando que los trágicos sucesos de Decazeville son imputables a la inacción del Gobierno, que ha permitido a la Suciedad de Minas y Fundiciones del Aveyrón, contra las disposiciones de la ley, valerse de su concesión para despojar y oprimir toda una población de trabajadores;

»Considerando que esta inacción prolongada no puede por menos, en el estado actual de los ánimos, de comprometer la seguridad pública en Decazeville y en otros puntos, y de provocar nuevos disturbios, más graves aún que los anteriores,

»Ordena al Gobierno, como responsable del orden, a que imponga a la mencionada Sociedad, con carácter de urgencia, las medidas siguientes, reclamadas con justicia por los obreros:

»1.° Paga por quincenas y supresión de la fianza de un mes exigida a los obreros.

»2.° Supresión de las tiendas llamadas cooperativas, que al mismo tiempo que arruinan al comercio en pequeño confiscan la libertad de consumo de los trabajadores.

»3.° Mínimum de salario que garantice la satisfacción indispensable de las necesidades del minero y de su familia.

»4.° La jornada de trabajo reducida a ocho horas.

»Y si la Compañía se negase a cumplir lo mandado, que se le apliquen las disposiciones del art. 50 y otros de la ley del 21 de abril de 1810.

»La Cámara

»Ordena, además, al Sr. Ministro de Justicia que mande poner en libertad a las personas presas con motivo de los sucesos de Decazeville… (Exclamaciones) y que disponga una información para averiguar si los últimos disturbios no han sido provocados por los culpables manejos de los administradores de la Compañía concesionaria,

»Y pasa a la orden del día.»

El ciudadano Clovis Hugues (dirigiéndose a la extrema izquierda): «No somos más que tres o cuatro, pero ya procrearemos.»

Después de un enérgico discurso de Camélinat y otro de Boyer, diputado por Marsella, en el mismo sentido que Basly, la orden del día presentada por éste no fue ni siquiera puesta a votación. La Cámara votó una orden del día ministerial.

La extrema izquierda ha permanecido impasible durante este importantísimo debate. Cuando Basly bajó de la tribuna, la fracción que hace poco, durante las elecciones, se titulaba pomposamente radical socialista, guardó un silencio glacial. Ni un aplauso. Solos los dos diputados obreros, a los cuales se unió valerosamente el diputado de Marsella Clovis Hugues, saludaron con tres salvas de aplausos al valiente diputado minero; aplausos que resonaban de una manera siniestra en medio del silencio sepulcral. La Cámara había quedado estupefacta y petrificada por las valerosas declaraciones del minero, que había surgido de repente como del seno de la tierra.

Para desafiar aquella Cámara cínicamente burguesa se necesitaba valor y sangre fría: Basly no ha desfallecido ni un momento. Así, que la impresión ha sido profunda y la resonancia será inmensa. La Revolución social ha entrado en el palacio de la Representación burguesa.—M.

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