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ARCHIVO OBRERO

Casimir Martí [1987]: «Condiciones socioculturales de los primeros órganos de prensa obrera»

Artículo publicado en Santiago Castillo y Luis Otero (eds.) Prensa Obrera en Madrid, 1855-1936, Madrid: Revista Alfoz, 1987, pp. 49-60.

En mis trabajos sobre los orígenes del anarquismo en Barcelona y sobre el movimiento obrero en la misma ciudad durante el Bienio Progresista, tuve ocasión -y necesidad- de recurrir a las cuatro primeras publicaciones periódicas de la península, dirigidas por obreros y consagradas a los problemas de la clase obrera: El Eco de la Clase Obrera, fundado en Madrid el año 1855, por Ramón Simó y Badía, tipógrafo cajista y fundador de la asociación obrera de su oficio en Catalunya, El Obrero, fundado en Barcelona el año 1864 por Antonio Gusart y Vila, tejedor, La Asociación, fundada también en Barcelona el año 1866 por José Roca y Galés, hilador, y La Federación, órgano del Centro Federal de las Sociedades Obreras de la misma ciudad, fundado en 1868 y dirigido por Rafael Farga y Pellicer, tipógrafo.

En el momento en que tuve que manejar estos órganos de prensa, los datos disponibles acerca de las circunstancias de su fundación, de las personalidades y grupos que intervinieron en ella, de las intenciones reales que les guiaban, de los planteamientos financieros y comerciales que hacían, de sus colaboradores, de su difusión real, etc., eran más bien escasos. Las indicaciones más ricas, comparativamente, fueron las que suministraba acerca de La Federación, la carta de Farga y Pellicer a Bakunin, de 1 de agosto de 1869, publicada por Max Nettlau en Miguel Bakunin, la Internacional y la Alianza en España (1). En ella aparecía mencionada la cohesión ideológica del consejo de redacción de la revista, todo él unánimemente «socialista», y se daban noticias sobre el carácter minoritario de la tendencia socialista dentro del Centro Federal de las Sociedades Obreras de Barcelona, y por supuesto dentro del conjunto de la clase obrera barcelonesa, sobre la estrategia del pequeño núcleo socialista, obligado a adoptar medidas de prudencia en la propaganda de sus ideales, y sobre la colaboración literaria de Bakunin en las páginas de aquel órgano de prensa. El estudio interno del periódico permitió observar con bastante precisión el impacto que el Congreso de la Internacional en Basilea, de 1869, produjo sobre el núcleo de responsables de la publicación y sobre la orientación de la misma, en una línea «más cosmopolita y más radical que [la de] Marx» (2). En el caso de El Obrero, de Gusart, y de La Asociación, de Roca y Galés, no había noticias análogas a las que ofrecía la carta de Farga y Pellicer a Bakunin, y el único dato indicador acerca de las características diferenciales entre ambos órganos lo proporcionó la polémica periodística entre Pi y Margall y Castelar en torno al socialismo, en la prensa de Madrid de 1864. Gusart se alineó en las posiciones socialistas pimargallianas, y Roca y Galés se manifestó partidario de las tesis individualistas de Castelar (3). Así se entreveían las tendencias ideológicas y políticas que se pretendía hacer gravitar sobre el movimiento obrero barcelonés en aquel momento. De El Eco de la Clase Obrera poco pude poner en claro en la época en que me dediqué a la lectura y estudio, fuera de lo que se desprendía de los textos publicados en sus mismas páginas. Espero con verdadera curiosidad las aportaciones de Angel Bahamonde Magro y de Luis Enrique Otero Carvajal, a quienes una lectura más sagaz de los números del semanario, o tal vez referencias que a mí no me fue dado alcanzar, les habrán permitido desvelar datos nuevos.

En todo caso, la tarea que tengo asignada en las presentes jornadas no va en la línea de profundizar en el análisis de órganos concretos de prensa obrera, sino en la de ofrecer elementos de comprensión del fenómeno de la aparición de los primeros órganos de prensa en Madrid y en Barcelona, dirigidos por obreros y orientados a la exposición, a la interpretación y a la defensa de los problemas de la clase obrera. Mi aportación consistirá en hacer patentes los presupuestos sociales y culturales que hicieron posible la aparición de los primeros órganos de prensa obrera, y que condicionaron su confección literaria y sus orientaciones. Para ello, me propongo insistir, primeramente, en el hecho asociativo, como condición previa e indispensable para la existencia de la prensa obrera, y como soporte moral y económico de la misma. Luego me detendré en la descripción de la tarea que la prensa obrera asume, de exponer los problemas de la clase obrera, de situarlos en su contexto jurídico, político y económico, y de defender los intereses de clase. Finalmente, y entroncando con la tarea de contextualizar los problemas de la clase obrera, me referiré al horizonte teórico dentro del que se mueven las interpretaciones ofrecidas por la prensa obrera sobre hechos expuestos o derechos reivindicativos.

1. La existencia de las organizaciones obreras clasistas

De ellas procedía de hecho, Ramón Simó y Badía, fundador y director de El Eco de la Clase Obrera. Es él mismo quien, en efecto, en su folleto Memoria sobre el desacuerdo entre dueños de taller y jornaleros (3), se presenta como «operario (…) cajista» y como «representante que fue de la clase de impresores cerca de las primeras autoridades de Barcelona durante los acontecimientos que tuvieron lugar en aquella capital en marzo de 1854».

En las nuevas condiciones de producción introducidas por la naciente industria y bajo la cobertura de la real orden de 28 de febrero de 1839 sobre sociedades destinadas al socorro mutuo de los asociados en caso de enfermedad, desgracia, etc., y a reunir en común ahorros para hacer frente a necesidades futuras, las organizaciones clasistas fueron las que plantearon los problemas de la clase obrera en términos colectivos. En la primera noticia documentada que tenemos de la fundación de la Sociedad de Protección Mutua de Tejedores de Algodón de Barcelona, el 10 de mayo de 1840, ya aparece el factor del número cuantioso de los obreros como origen de la necesidad de la organización clasista en vistas a contar, en las relaciones sociales establecidas con los patronos, no como individuos ocasionalmente sumados, sino como colectivo establemente organizado. El acta levantada por los síndicos del ayuntamiento de Barcelona, que hicieron comparecer a Josep Sort i Rull, a Josep Sugranyes y a Vicens Martínez para que justificaran la circulación del reglamento impreso de la Sociedad de Tejedores, relata que los comisionados obreros «hablaron también de la facilidad que tienen los principales fabricantes de poder mancomunarse en un convite en la fonda de Gracia, u otra parte, por razón de su reducido número, arrastrando su opinión la de los demás, al paso que los jornaleros para entenderse solamente necesitaban la mayor publicidad» (4).

Otra cita, entre decenas que se podrían aducir, es la de la convocatoria de la fiesta conmemorativa anual de la fundación de la citada Sociedad de Protección Mutua de Tejedores de Algodón, en el año 1842. En ella se destaca el papel específico de la clase obrera en el ámbito de la producción, en la «cadena social» como dicen ellos, y se subraya el valor social de su aportación, que es presentada como cualitativamente más importante que la de los patronos: «Compañeros: Está próximo el día que debemos celebrar el segundo aniversario de nuestra libertad. El día 10 de mayo de 1840 principió una nueva era para nosotros. Desde entonces, hicimos ver a los que aparentaban creer y que creían hacernos entender que dispensaban favor proporcionando trabajo, que somos algo en la cadena social, que ellos tienen todavía más que agradecernos a nosotros. En aquel día memorable, usando los trabajadores de su derecho, dieron una útil y saludable lección, y ya no hay siervos y tiranos, ni quien imponga la ley por capricho o por codicia. No conocemos más imperio que el de las circunstancias, a las cuales todo el humano se doblega» (5).

En los textos transcritos, es verdad que no se pone en tela de juicio la estructura de la sociedad capitalista como raíz de los problemas de la clase obrera industrial. Pero se formula sin equívocos el carácter colectivo de los enfrentamientos y conflictos a que la sociedad capitalista da lugar. En este contexto, la toma de conciencia de clase no se presenta simplemente como un proceso subjetivo, limitado a la experiencia individual de cada trabajador, sino como indispensablemente vinculado a un planteamiento colectivo y global de los problemas que la industrialización crea a la clase obrera.

Finalmente, en relación con la prensa obrera, es indiscutiblemente verosímil que las organizaciones clasistas no sólo constituyeron la masa potencial de lectores, sino que ofrecieron el indispensable apoyo económico, en efectivo y en horas empleadas no retribuidas. La verosimilitud de esta hipótesis me permito apoyarla en la siguiente reflexión: si Joaquim Molar y Joan Alsina fueron enviados a Madrid por las organizaciones obreras catalanas, y a su cargo, con el objeto de oponerse al proyecto de ley sobre la industria manufacturera, en el último trimestre de 1855, algo parecido es lógico que ocurriera con la ida a Madrid de Ramón Simó y Badía y con la fundación de El Eco de la Clase Obrera, en las circunstancias de estado de sitio y de férrea censura de prensa en que se encontraba Catalunya, después de la huelga general de julio de 1855.

Los condicionantes sociales de la primera prensa obrera a que he aludido en este primer punto de mi aportación intervinieron, con toda seguridad, no sólo en el caso de El Eco de la Clase Obrera, sino también en el de El Obrero, en el de La Asociación y en el de La Federación.

2. La expresión de los problemas de la clase obrera

La prensa obrera, como plataforma de expresión y de defensa de los intereses de clase, se sitúa en indiscutible continuidad con respecto a la literatura producida ocasionalmente por las asociaciones clasistas, en manifiestos, proclamas, cartas abiertas y otra documentación análoga, dirigida a los asociados o al público en general. El examen de la considerable masa de escritos de este género, si se contempla con el de las cartas dirigidas por dirigentes obreros recogidas y publicadas por Josep María Ollé (6), plantea un primer problema de la capacidad literaria de los obreros para expresarse y de autoría de los escritos dirigidos al público en nombre de las sociedades obreras.

Consta que Francisco Pi y Margall redactó las Observaciones acerca del proyecto de ley sobre la industria manufacturera, dirigidas en 1855 por los representantes de las asociaciones obreras catalanas a la comisión parlamentaria encargada de dictaminar aquel proyecto de ley (7). Y es prácticamente segura la paternidad pimargalliana de la exposición que la clase obrera española elevó a las Cortes en el mismo año de 1855. Hay asimismo indicios sólidos de que el abogado Joan Nogués prestaba sus servicios profesionales, y, lógicamente, redaccionales en alguna ocasión, a la clase obrera organizada en Barcelona (8).

A no dudarlo, habría en todo esto materia para un estudio erudito de socio-lingüística, que examinara la amplitud del vocabulario y la sintaxis de los diferentes escritos que las sociedades obreras dirigían al público, y cotejara los resultados de este estudio con los del análisis de la correspondencia de procedencia obrera indiscutible. En todo caso, los condicionantes culturales que dificultaban la expresión oral y escrita de la generalidad de los obreros en su correspondencia, en los documentos dirigidos al público, en la prensa obrera, e incluso en los juicios militares a que eran sometidos algunos de sus dirigentes, como hacen notar por ejemplo las crónicas periodísticas del juicio de José Barceló en 1855 (9), no impiden que, en ciertos textos de procedencia obrera, se manifiesten destellos notables de espontaneidad y de frescor literario. A este propósito, cabe hacer mención de la carta dirigida desde Barcelona a los responsables de la sociedad obrera de Vic, el 21 de abril de 1841, por Joan Muns, el joven obrero catalán a quien sus compañeros de Olot y de Barcelona reprocharon en diciembre de 1842 que, por «defecto de la juventud» y «por falta de juicio» (10), hubiese tomado parte en la revuelta republicana que tuvo lugar en Olot el día 5 de diciembre de 1842, y hubiese tenido que exiliarse a Perpignan (11).

En la citada carta de Muns a los dirigentes obreros de Vic, después de dar cuenta de su viaje fatigoso de Vic a Barcelona, de las buenas disposiciones de las sociedades obreras barcelonesas respecto de la de Vic, de la oposición de los fabricantes de la capital catalana a los contratos colectivos, y de otros detalles, hace un encargo lleno de encanto, dirigido a un tejedor de Vic que, probablemente, le había regalado un canario: «Diréis de mi parte al tejedor de la fábrica de Xesch (?), que se llama (a) Frara, que el canario, a pesar de estar atropellado del camino, ya canta en su torresilla» (12).

El nivel de expresión literaria conseguido por los cuatro primeros periódicos obreros es, a mi modo de ver y salvo mejor opinión, aceptable e incluso similar al de la otra prensa de la época. Probablemente, mucho tuvo que ver con la corrección literaria de aquellos obreros de expresión, la categoría personal y profesional de sus directores, dos de los cuales, el de El Eco de la Clase Obrera y el de La Federación, pertenecían al sector de la clase obrera más instruido y dado a la lectura: el de los tipógrafos.

Con lo dicho, queda claro que las posibilidades de expresión de los problemas obreros constituyeron un importante condicionante cultural de la prensa clasista. Pero no fue el único. Hay que prestar atención también a los recursos de interpretación de que dispuso la prensa obrera de cara a establecer el contexto económico, jurídico y político en que se enmarcaban los problemas y las aspiraciones de la clase obrera. En este sentido, y salvo también mejor juicio, para El Eco de la Clase Obrera el asociacionismo obrero constituyó el objetivo primordial a conseguir, y fue a la vez el marco adecuado de comprensión de las aspiraciones de la clase obrera y de los conflictos en que estaba inevitablemente involucrada.

El propósito de propagar entre la clase obrera española el sentido de la solidaridad y la conciencia de clase parece que puede señalarse como dominante en las páginas de El Eco de la Clase Obrera. En concreto, los artículos de Pi y Margall presentan el asociacionismo obrero como único recurso válido en manos de la clase obrera era para Pi un elemento de equilibrio, y a la larga hasta de armonía, en la tensión entre el capital y el trabajo (13). Los ingredientes jurídicos puestos en juego por el asociacionismo obrero los señaló Pi y Margall en la Exposición de a clase obrera a las Cortes, fechada el 9 de septiembre de 1855 y presentada a su destino el 29 de diciembre del mismo año, al interpretar el derecho de asociación obrera como fruto de una necesidad, tanto para la defensa de intereses irrenunciables de la clase, como para la canalización del conflicto entre patronos y obreros. Y en tercer lugar, aunque Pi y Margall trató de amortiguar los temores de los gobernantes ante las posibilidades de politización de las asociaciones obreras y situó su campo de actuación en el terreno exclusivamente económico, no dejó de reconocer la precariedad de esta constricción, y declaró abiertamente su convicción de que el hecho asociativo entre la clase obrera no era políticamente neutro, y de que, si transitoriamente era un factor de paz social, a largo plazo era portador de un germen revolucionario (14).

El asociacionismo como medio de autoafirmación práctica de la clase obrera y como marco de interpretación de la realidad social se encuentra presente en los periódicos El Obrero de Gusart, y La Asociación de Roca y Galés, en una línea temática idéntica a la de los artículos de Pi y Margall en El Eco de la Clase Obrera, pero con una particularidad: la del cooperativismo como término lógico al que tiende la fuerza colectiva de los obreros agrupados (15). Donde ambos órganos difieren es en el encuadramiento político del fenómeno asociacionista y del cooperativismo. La Asociación interpreta el asociacionismo obrero como resultado del ejercicio de la libre iniciativa en el terreno social y económico, en los cuales el Estado está llamado, no a intervenir directamente, sino a asegurar las condiciones de libertad. En cambio, El Obrero tiende a no desvincular al Estado de la vida económica y a presentar la vida política, no como una cuestión reducida a la forma de gobierno, sino profundamente vinculada a la estructura y al funcionamiento de la economía del país (16).

La Federación, por su parte, en el período que transcurre entre su aparición en agosto de 1869 y octubre del mismo año, se encuentra situada en plena continuidad con la línea de El Obrero (17). (Ib., pp. 85-89). Con todo, a este propósito, la carta de Farga y Pellicer a Bakunin, de primero de agosto de 1869, revela dos detalles que conviene retener: la línea política explícitamente republicano-federal que el grupo redaccional quería imprimir a La Federación, y el carácter minoritario de aquel núcleo.

3. El horizonte teórico

Hasta aquí, he señalado, por una parte, el papel que las sociedades obreras desempeñaron en la aparición y difusión de los primeros órganos de prensa clasista, y por otra, los presupuestos culturales que presidieron la aparición de los primeros semanarios obreros y que condicionaron a aquellos órganos de prensa al tratar de presentar el contexto económico, jurídico y político de la práctica social de la clase obrera. En general, este esfuerzo por poner de relieve el contorno de realidades económicas, jurídicas y políticas que estaban involucradas en la experiencia de la lucha obrera promovida por las sociedades clasistas era más de naturaleza pragmática que propiamente doctrinal y reflejaba opciones políticas tomadas de antemano más que disposición a profundizar en los presupuestos teóricos de la práctica obrera y del fenómeno de la industrialización en cuyo ámbito se originaba aquella práctica.

Tres son, en la primera prensa obrera, las referencias a concepciones globales capaces de constituirse en marco de interpretación teórica de la práctica social de la clase obrera.

En primer lugar, es Pi y Margall el que, en los artículos que publicó en El Eco de la Clase Obrera, hace una alusión voluntariamente imprecisa a una alternativa global revolucionaria, al mismo tiempo que indica su inviabilidad inmediata. Dice así en el artículo publicado en el número 7, de 16 de septiembre de 1855: «La reforma social ha de venir tarde o temprano; más puede realizarse de dos modos: o por una serie de ensayos prematuros y catástrofes sangrientas, o después de una sola batalla contra los viejos intereses. Toda conspiración sería ahora por descontado, temeraria, todo triunfo, efímero. Ni las ideas están aún formadas, ni hay una dominante; y, en un estado tal, toda revolución ha de traer forzosamente el caos. Para ahorrar sangre y hacer fecundas las futuras luchas, conviene hoy aplazarlas» (18).

Lo que Pi y Margall dejaba encubierto en simples y veladas alusiones a una revolución momentánea impracticable, lo precisaba él mismo contemporáneamente en términos de formulación teórica de su pensamiento político en La reacción y la revolución, libro escrito en 1854 y publicado a finales de 1855. No voy a entrar aquí en liza con Antoni Jutglar, que persiste en su voluntad de afirmar la originalidad doctrinal de Pi, y de atenuar su dependencia respecto de Proudhon, sin acabar de ofrecer un estudio genético del pensamiento pimargalliano y sin decidirse a utilizar a fondo y con rigor, como mínimo, la correspondencia de Pi con el duque de Solferino (19).

Para las circunstancias presentes, basta con recordar que Pi concebía la sociedad estructurada sobre la base del «contrato», de naturaleza radicalmente económica y que este «contrato» extendía sus efectos a toda la vida política, en la cual tendía a sustituir el poder hasta anularla: «La constitución de una sociedad sin poder es la última de mis aspiraciones revolucionarias» (20). «Todas las aspiraciones de la revolución se dirigen (…) sólo a destruir la autoridad y establecer el contrato como base de todas las instituciones políticas y sociales» (21). «La revolución es hoy tan social como política. Se propone reformar las naciones, no sólo en su organismo, sino en lo que las constituye esencialmente, he dicho ya que tiende a la destrucción del poder, a la celebración de un contrato. Todo contrato es un acto de justicia conmutativa; la justicia conmutativa, del dominio de la economía. La revolución se compromete, por lo tanto, a armonizar las fuerzas económicas, o, lo que equivale a lo mismo, a resolver el oscurísimo problema» (22).

Las otras dos concepciones globales que encuentran eco en los primeros órganos de prensa obrera son el marxismo y el bakuninismo. Ambas teorías son aludidas en el número 14 de La Federación, correspondiente al 31 de octubre de 1869, cuando, a continuación del texto del llamamiento que Marx redactó en ocasión de la fundación de la Internacional, en 1864, se añade una apostilla en la que se afirma que la Asociación Internacional de los Trabajadores, después de su Congreso celebrado en Basilea, en septiembre de 1869, pensaba «de una manera más cosmopolita y más radical que Marx» (23). Son los primeros ecos de la confrontación entre los seguidores de Marx y de Bakunin, que llevarían la I Internacional a la escisión y al fracaso.

Si el marxismo no es objeto de mayor atención por parte de La Federación, el bakuninismo constituye la línea ideológica de orientación, no sólo para aquel órgano de prensa, a partir de octubre de 1869, a la vuelta de Farga y Pellicer y de Gaspar Sentiñón del Congreso de Basilea, sino también para el sector mayoritario del primer Congreso Obrero español, de junio de 1870. Las expresiones de cooperación «solidaria» y de resistencia «solidaria», de uso creciente en aquellos meses finales de 1869 y primeros de 1870, y en el curso de la celebración del primer Congreso Obrero, señalaban una ruptura radical con la práctica anterior de las sociedades obreras, a través de la cual la explotación obrera no hacía más que consolidarse y ampliarse e indicaban la característica diferencial de la «sociedad del porvenir», en la que el Estado sería suprimido, «para establecer en su lugar la libre federación de las libres asociaciones de obreros agrícolas e industriales» (24).

En conclusión, las sociedades obreras fueron las que canalizaron e impulsaron la lucha de clases desde 1840, y de ellas procedieron tanto las publicaciones escritas circunstanciales, en defensa de los intereses de clase, como finalmente los primeros órganos de prensa clasista y sus directores.

El enfoque eminentemente pragmático de las primeras asociaciones obreras se trasluce en los primeros órganos de prensa no sólo en la inmediatez de los objetivos que se proponen conseguir, sino también en la funcionalidad de los recursos de interpretación que proporcionan para la comprensión de la práctica social de la clase obrera. En este último sentido, el texto tantas veces citado de 26 de junio de 1856, en que se manifiesta la toma de conciencia, por parte de ciertos dirigentes obreros, de la necesidad de extender al ámbito político la acción organizada de los obreros, revela un proceso de comprensión impulsado por dinamismo eminentemente pragmático. Dice, en efecto, aquel texto, refiriéndose a los fabricantes: «Ellos son los que, con sus exigencias, han abierto nuestros ojos y nos han obligado a buscar la causa de nuestros males, y de raciocinio en raciocinio hemos llegado a comprender que nuestros males cesarán cuando las Cortes se interesen por nuestra causa, y las Cortes estarán a favor nuestro y en favor de la justicia al mismo tiempo cuando nosotros nombramos (sic) los diputados» (25).

Sólo a partir de octubre de 1869, y bajo la influencia ya mencionada de los contactos de los obreros barceloneses con la Internacional, aparecerán como asumidos por La federación recursos interpretativos extraídos de un planteamiento teórico global.

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NOTAS

(1) (Buenos Aires 1925). pp. 45-47.

(2) Ver núm. 14, 31 de octubre de 1969, p. 2. Cfr. mis Orígenes del anarquismo en Barcelona. (Barcelona 1959), pp. 92-93. nota 92).

(3) Orígenes del anarquismo en Barcelona, op cit., pp. 32-36.

(3) (Madrid 1855).

(4) Manuel Reventós. Assaig sobre alguns episodis histories dels moviments socials a Barcelona en el segle XIX. (Barcelona 1925) pp. 28.29. Y Antonio Elorza, “Los orígenes del asociacionismo obrero en España”, en Revista de Trabajo, 37 (1972) p. 174.

(5) Manuel Reventós, op. cit., pp. 28-29, y Antonio Elorza, op. cit., pp. 263-266.

(6) El moviment obrer a Catalunya, 1840-1843. (Barcelona 1973), pp. 295-366. Se trata de 115 piezas de correspondencia de diversos obreros de Catalunya.

(7) Enrique Vera y González. Pi y Margall y la política contemporánea. (Madrid 1886). vol. l. p. 509.

(8) J. Benet y C. Martí. Barcelona a mitjan segle XIX. El moviment obrer durant el Bienni Progressista. (Barcelona 1976) vol. I, pp. 183-184. nota 11.

(9) Ibíd., p. 171.

(10) J. M. Ollé, op. cit., p. 362, cartas núms. 106 y 107.

(11) Su entrada en Francia, el 8 de diciembre de 1842, consta en el Archivo Departamental de Perpignan, serie M, legajo 1931. Cfr. J. Benet y C. Martí, op. cit., pp. 228-229, nota 47.

(12) J. M. Ollé, op. cit., p. 301, carta núm. 8.

(13) J. Benet y C. Martí, op. cit., p. 236.

(14) Ibíd., 232-238.

(15) C. Martí, Orígenes del anarquismo en Barcelona, op. cit., p. 34.

(16) Ibíd., pp. 36-37.

(17) lbíd., pp. 85-89.

(18) J. Benet y C. Martí, op. cit., vol. II, p. 238.

(19) Ver Anioni Jutglar, Estudio preliminar a la reacción y la revolución, de Pi y Margall (Barcelona 1982), p. 12. nota 9. Del mismo autor, ver Pi y Margall y el federalismo español (Madrid 1975), p. 209. Y mi artículo “L’orientció de Pi i Margall cap al socialisme i la democracia. La correspondéncia entre Pi i Margall i el Duc de Solferino (1846-1865)”, en Recerques 3 (1974) pp. 155-156 y 189.

(20) La reacción y la revolución (Barcelona 1982) p. 248.

(21) Ibíd., p. 264.

(22) Ibíd., p. 271.

(23) p. 2.

(24) Dictamen de la comisión encargada del tema de la Internacional en relación con la política, en el primer Congreso Obrero Español, de junio de 1870, en La Federación, suplemento núm. 14, 10 de julio de 1870, p. 26.

(25) Ver J. Benet y C. Martí, op. cit., vol. II, p. 409.

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